En una era en que los pueblos y las naciones se han unido en lucha común contra toda forma de gregarismo (étnico, racial, religioso, político) e intenta con tremendos dolores de parto alumbrar una sociedad de ecumenismo, inclusividad y tolerancia, llama la atención que algunas formas de discriminación no hayan sido erradicadas.
Una de ellas se cuenta entre las marginaciones más elementales, primarias, axiales, uno de esos estigmas que la víctima debe arrostrar toda su vida, a menudo desde la infancia —con la crueldad de que los niños (seres perversos polimorfos, los llamaba Freud) son capaces—.
Sorprende la falta de penalización, de educación, de respeto, que esta particular forma de exclusión desnuda en nuestra cruel, impugnadora sociedad, siempre presta a la carcajada procaz.
Me refiero a la gordura. Sé de lo que hablo. Pasé la primera mitad de mi vida acomplejado por mi contextura de fifiriche, de alfeñique, por mi aspecto patológicamente delgado, por mi aire de ser ingrávido y espiritado.
Sufrí con ello. Era la época cuando los fortachones (Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Chuck Norris y Charles Bronson) dictaban a toda la humanidad cuál era el paradigma físico al que todos debíamos aspirar.
De estos años procede la viral proliferación de los gimnasios, ámbito social acotado y caracterizado por ciertos rasgos psíquicos y sociales que en otro artículo exploraré.
Estatuto hollywoodense. Como siempre, el mundo, acatando acríticamente los diktats subliminales o explícitos de Hollywood en materia indumentaria, en el aspecto físico, en nuestra línea conductual.
Tal parece que debo vivir la segunda parte de mi vida acomplejado por ser gordo (mórbidamente obeso, lo llamarían los estadounidenses). Pues no, no me siento acomplejado.
Ya tuve que ingerir suficiente de ese deletéreo sentimiento durante mi infancia y juventud. Si ahora quieren censurarme por el vicio contrario (la gordura) mi respuesta es: diviértanse, mófense, búrlense, saquen chistes y memes, en suma, hagan lo que les dé la gana.
No moveré un dedo por evitarlo, y a mis 57 años de edad el hecho de que me digan “gordo” es cosa que, créanme, oigo como oír llover.
Tengo mil enfermedades mucho más apremiantes como para estar preocupado por la fachada de exportación de mi persona, por la máscara social, por la cosmética física y las estipulaciones de la moda.
Pero hay personas que sí sufren, y amargamente, con el sambenito de la gordura. No tenemos derecho a estigmatizarlas, a marginarlas, a excluirlas, a mofarnos de ellas.
Es una actitud tan reprensible como el más reprensible de los racismos. Nadie está en este mundo para hacer las veces de bufón, de payaso ad hoc de los demás.
Es una agresión, un dardo envenenado contra el cuerpo y, por consiguiente, contra la unidad ontológica, la integridad psicofísica de una persona.
Es cruel, inhumano, perverso, cobarde y profundamente vil. Lo censuro desde el epicentro mismo de mi alma. Nadie sabe el quantum de dolor que pueden estar generando en la víctima esos venenosos perdigones verbales.
Nadie sabe, tampoco, si la gordura de la víctima es el efecto colateral de alguna grave enfermedad o de un tipo de medicación indispensable para su vida: un poco de misericordia (una palabra que cada vez amo más), de consideración, de prudencia.
Expresiones como “ese tipo me cae gordo”, “se armó la gorda”, “es una gorda simpaticona”, “no hay que confundir la gordura con la hinchazón”, “tener michelines”, etc., deben ser desterradas, así como el uso de la palabra “gordo” para aludir a un trabajo cualquiera que requiera aún refinamiento, que esté hecho de manera champulona y crasa.
Todos los insultos, vejaciones, ultrajes —porque no son otra cosa— deben ser eliminados de nuestra habla. Por supuesto, puede aprobarse un proyecto de ley que prohíba las expresiones derogatorias contra los gordos, pero eso no impedirá que el prejuicio siga enquistado en nuestras mentes, en el imaginario colectivo.
Sacar un prejuicio del lenguaje es relativamente fácil, sacarlo de la mente colectiva es prácticamente imposible.
Existe la afección llamada gordofobia. La Real Academia Española no la ha refrendado, pero es ya un término común en ámbitos psiquiátricos y hospitalarios.
Víctimas mayoritarias. No cabe duda de que las mujeres son las más perjudicadas por la gordofobia, ellas que, ¡pobrecitas!, están obligadas a deslomarse laboralmente para ser remuneradas por debajo de los salarios varoniles y a las que se les exige, además, lucir siempre como Ava Gardner.
¿Un hombre gordo? Pues claro que puede en la vida haber mejores opciones, pero su gordura no le cierra el horizonte para gozar de una vida sexual plena, no lo hace el blanco de todo tipo de chacotas, no lo convierte en el paradigma de la antibelleza, en la anti Mónica Bellucci, en la anti-Madonna de Rafael, en la anti Victoria de Samotracia del Louvre.
Sí, es evidente que las principales víctimas de esta ruin, miserable e inclemente agresión son las mujeres. La gordofobia representa una variedad de odio destilado y, como toda fobia, encubre el miedo, el terror, la aversión, el asco.
El odio no es, muchas veces, más que una forma del miedo, tal es el sentido de la palabra fobia: para no admitir que algo nos genera terror, lo travestimos de odio y lo declaramos tal.
La derogación de la mujer por su gordura —independientemente de los mil atributos que pueda tener— corrobora la vigencia del dictum: totam mulier in corpore.
Los ensamblajes de carne y bótox que deambulan por las pasarelas, el culto pagano a la mujer delgada, esbelta, alta, que avanza sobre su escaparate dando bandazos a babor y estribor, esa aberración social que es la top model le ha hecho un daño inmenso a la sociedad, a la percepción que el hombre tiene de la mujer, a la instauración totalitaria, dictatorial, de un canon de belleza al que todos debemos plegarnos dóciles, obsecuentes.
Esta práctica social ha desatado océanos de dolor, segregación, discriminación, suicidios de seres que, viéndose incapaces de conformar con el monolítico modelo que se les impone, prefieren quitarse la vida que seguir por ella en calidad de pequeños monstruos, seres teratológicos, anormales, deformes y físicamente ofensivos (porque es así como terminan por autopercibirse).
Sucumben al trastorno psíquico conocido como dismorfia corporal o dismorfofobia, que consiste en una sistemática percepción de las imperfecciones del cuerpo —reales o ilusorias— y a la compulsión consistente en someterse a dietas rigurosísimas y a incontables cirugías plásticas.
El resultado de todo este manipuleo suele ser monstruoso, seres profundamente infelices, rostros tumefactos, túrgidos, leoninos. Es una enfermedad comórbida de la depresión, la bipolaridad y la ansiedad agudas.
La agresión a los gordos debe tipificarse como una forma de racismo, de violencia verbal, de exclusión, de ideología perversa, profundamente reñida con el espíritu de la democracia.
Hemos de poner alto a esta locura, esta lamentable vesania. Después de todo, ¿qué es un gordo? Un ser humano que por causa de una enfermedad, o por decisión tomada desde sus libérrimos e inalienables derechos, ha decidido ser diferente a los demás.
Es una posición que exige nuestro respeto y más que nuestra tolerancia: nuestra consideración y nuestro amor. Nunca olvidemos la irónica sentencia de Ortega y Gasset: “Todo el que es diferente es indecente”.
Pianista y escritor.