Llegó el día en que las ondas electromagnéticas, cansadas de ser el vehículo de la telebasura y radiobasura, se declararon en huelga.
“Somos nobles radiaciones que surcamos el espacio a la velocidad de la luz, y merecemos ser usadas con propósitos más edificantes. Nos negamos a seguir siendo los alazanes a lomos de los cuales cabalga la escoria televisiva y radiofónica. No queremos ser nunca más usadas para la propagación de programas de concursos, farándula, cotorreo, frivolidades, estupideces que tienden a suprimir la sinapsis neuronal en los seres humanos”.
Ahí, comenzó el crujir de dientes, el entrechocar de rodillas, el timor et tremor de los dueños de los canales comerciales de radio y televisión. Ya que los seres humanos fueron incapaces de darles mejor uso, las ondas mismas decidieron emanciparse masivamente de tan ignominiosa función.
“Nos negamos a seguir contribuyendo a la estupidización universal de la criatura humana. Es humillante para nosotras, nos degrada, nos ofende dispersar por los aires las payasadas de X, las gesticulaciones de Y, las chismes de V, las pantomimas de W, la vulgaridad de Z, la completa irrelevancia de programas como H, la carencia absoluta de contenidos de espacios como M, la inanidad intelectual, el raquitismo conceptual de engendros como T. Se acabó la innoble subutilización de nuestras capacidades. Nosotras podemos llevar hasta los últimos confines del planeta la música más hermosa del mundo, las palabras de los más grandes filósofos, los hallazgos de los más señeros científicos, las reflexiones de los más lúcidos humanistas, los versos de los más bendecidos poetas, en suma, lo mejor de esa compleja urdimbre de relaciones que llamamos civilización. Nos negamos terminantemente a seguir siendo esparcidoras de basura”.
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Con carácter. Los medios de comunicación no contaban con eso. ¡Cielo santo, resulta que las ondas electromagnéticas estaban dotadas de un ethos, una conciencia moral, eran capaces de sindéresis, podían discernir entre el bien y el mal, entre lo excelso y lo chusco; comprendían la reflexión inmortal de Leopoldo Lugones: “Toda expresión inexacta, lo que es decir torpe y fea, miente de suyo y enseña a mentir. Por el contrario, belleza, verdad y bien son, en el arte, la misma cosa”!
¡Ah, cuán grande Lugones, uno de los hombres para quienes la palabra son un templo y asumieron como misión personal expulsar a los mercaderes que traficaban en su interior con sus despreciables baratijas!
Su concepción es hija de Platón, para quien la belleza, la verdad y la justicia eran consustanciales; lo bello era verdadero y justo; lo verdadero era bello y justo; lo justo era bello y verdadero. Una tríada que bien podría homologarse con la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo (lo justo), el Padre (lo verdadero) y el Hijo (lo bello).
Nietzsche decía que el cristianismo era “el platonismo de los pobres”. Se equivocaba, el platonismo no deja pasaje, túnel o comunicación ninguna posible entre el mundo de las apariencias (la doxa) y el topos uranus (la episteme). El cristianismo, por el contrario, nos ofrece una ruta, un puente, una vía de acceso del mundo de las apariencias al de las esencias, es la figura de Jesucristo, el baquiano hacia el reino del Padre, el guía, el sendero, el único, ¡pero cuán sólido!, buque hacia la morada de Dios.
Todo esto lo comprendían las ondas electromagnéticas. Siempre fueron más inteligentes de lo que el hombre supuso. Han seguido su evolución, sus victorias y sus mil atroces caídas desde tiempos inmemoriales. Nos conocen perfectamente. Son una presencia–ausencia, una ausencia–presencia, como fantasmas, o como el Espíritu Santo. Un geist. En el límite del no ser. Por poco, entes sine materia. Lo que Derrida llamaría un indécidable, algo que está y al mismo tiempo no está.
Envenenadas. Sí, ya lo creo que nos conocen. Ahí, estuvieron con nosotros, desde nuestros primeros, torpes balbuceos, con ese otro fantasma que es la electricidad. Creyeron que la pondríamos a los pies de las más nobles iniciativas. Pero no fue así. Hemos enfangado, infectado, envenenado a las ondas electromagnéticas, haciéndolas servir fines impíos, egoístas, autodestructivos, permitiendo que cayesen en manos de mercenarios de la comunicación.
Ellas, estoicas, conscientes del atolondramiento de la criatura humana, soportaron en silencio el oprobio, pero el grado de imbecilidad de ciertos programas en Costa Rica —el mundo nos recordará por ello— las ha soliviantado al punto de lanzarlas en una revolución de los once mil demontres. Están hartas, cansadas, hastiadas de transportar basura, de propagar por los espacios de la patria ese tanque séptico mediático que es cierta programación comercial en nuestros canales televisivos y radiofónicos. Ya no pueden más. Las hemos reventado.
Están en absoluta huelga de brazos caídos, más aún, en una revolución a lo mahatma Gandhi. Sin disparar un tiro, con una actitud de agresión pasiva, siguiendo el principio de la desobediencia civil no violenta, van a retrotraernos a la comunicación a través de tambores, de señales de humo, de palomas mensajeras.
No más gente babeando delante de los televisores, no más zombis, no más zapping, no más sugestiones subliminales que nos inficionan justo en esos momentos en los que nuestra atención está narcotizada (cuando los vigías que cuidan la fortaleza duermen), y quedamos completamente expuestos a todo tipo de nocivos mensajes, diktats, adoctrinamientos, aquiescencia acrítica a todo lo que desfile delante de nuestros ojos.
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Más en los profundo. ¡A este enemigo nadie lo vio venir! ¡Nadie sospechó jamás su existencia! ¡Nadie esperó una insurrección de esta magnitud, viniendo de algo que considerábamos un fenómeno puramente ondulatorio, explicable en términos de puro electromagnetismo! Las creíamos perfectamente descifradas, ¿por qué?, porque descubrimos que eran compatibles con el modelo matemático de las ecuaciones de Maxwell. Así somos los humanos, nos dicen la palabra ecuación y todos caemos prosternados, los ojos en blanco, los brazos crispados hacia el cielo, en actitud de embobamiento y embeleso místico.
Pero resulta que las matemáticas no develaron la totalidad del fenómeno, ¡las ondas eran inteligentes y, lo que es más importante, sensitivas, susceptibles, afectivas, delicadas, emotivas, en todo afines a la especie humana! Y ahora están furiosas y sublevadas. Los hercios se han quedado sin empleo, de pronto se descubren a sí mismos superfluos, innecesarios. ¿Qué puede medir una unidad de mesura si su sustancia desaparece de la faz de la tierra? Así, que también ellos han salido damnificados con este universal levantamiento, con este motín a escala planetaria.
Habrá que parlamentar con las ondas electromagnéticas, su pliego de peticiones debe de ser un mamotreto de bíblico espesor. Prometerles que jamás volverán a ser puestas al servicio de los comadreos, las bufonadas, los programas televisivos que duran una o dos horas, de los cuales es imposible extraer un concepto, una noción, una idea, un juicio, ¡una palabra siquiera!, que proporcione al espíritu algún nutriente.
Son agujeros negros, todo se lo tragan en su insondable estupidez. No dejan salir ni el más ínfimo fotón de inteligencia. Prometerles que no serán más usadas como vehículo para envenenar las conciencias y que usaremos su formidable potencial en la enorme empresa de humanización que el hombre debe emprender lo antes posible. Hasta que esto no suceda, yo doy mi adhesión política al movimiento revolucionario y me comprometo a hacer las veces de su ideólogo y portavoz.
El autor es pianista y escritor.