WASHINGTON D. C.– La cantidad inusualmente alta de precandidatos demócratas (24 en el último recuento) para enfrentar al presidente estadounidense Donald Trump en el 2020 llevó a un inicio de contienda complicado. La nómina se reducirá conforme se endurezcan las condiciones para participar en los debates del partido (especialmente en setiembre) y algunos se queden sin dinero. No pocos saben que no tienen oportunidades reales de ganar, pero esperan que adquirir notoriedad les valga un puesto en el gabinete, contratos editoriales más jugosos o mejores honorarios por conferencias.
La mayoría de los analistas políticos experimentados dan por sentado que los demócratas van a derrotar a Trump, a menos que se corran demasiado hacia la izquierda y desencanten a quienes antes apoyaron a Barack Obama y después a Trump, incluidos los operarios fabriles y habitantes suburbanos que decidieron la elección del 2016. En los debates que ya hubo, por momentos era fácil imaginarse a Trump sonriendo. Y ahora muchos demócratas están deprimidos.
El problema para los demócratas, especialmente en este ciclo electoral, es que los votantes de las primarias (en ambos partidos) tienden a tener posturas más extremas que los partidos tomados en conjunto. El reciente giro de los demócratas a la izquierda comenzó en el 2016 con el desafío de Bernie Sanders (que se califica a sí mismo como “socialista democrático” y no está afiliado al Partido Demócrata) a la prevista nominación de Hillary Clinton. Con su atractivo de insurgente y sus promesas irrealizables (más las debilidades de Clinton), Sanders estuvo a poco de frustrar la candidatura de su oponente. Los jóvenes, en particular, vieron en él una excitante figura antisistema.
La senadora Elizabeth Warren venía subiendo en las encuestas desde antes de los debates. Pero su vasto programa de políticas supone un enorme aumento de la intervención estatal en la economía y en otros asuntos internos; costaría billones de dólares, y no hay una explicación clara de cómo se financiaría; y es difícil que el Congreso lo apruebe (incluso si los demócratas recuperaran el control del Senado). Hasta ahora nada de esto fue un lastre para ella, pero cuando llegue al podio de los dos o tres candidatos principales (con algún apoyo de Sanders), es probable que estas vulnerabilidades queden a la vista.
Kamala Harris, hija de padres profesionales venidos de Jamaica y la India, es más cauta que Warren y ha mostrado posturas contradictorias en algunos temas (por ejemplo, la abolición de los seguros de salud privados). Se ganó una reputación como fiscala y procuradora general del estado de California, y ya como senadora, acaparó la atención nacional usando en audiencias del Senado su habilidad para los interrogatorios (aunque no siempre con justicia). Como fiscala de California fue parcialmente progresista, pero también pidió sentencias duras, y se la acusa de haber encerrado a gente inocente.
En el segundo de los primeros dos debates demócratas, Harris se robó el show con sus ataques al exvicepresidente Joe Biden, quien en aquel momento llevaba la delantera. Trayendo a colación una controversia de la década de los setenta, señaló que el exsenador por Delaware se había opuesto al programa federal obligatorio de desegregación racial de las escuelas; pero una encuesta de Gallup a principios de esa década halló que solo el 4 % de los blancos y el 9 % de los afroestadounidenses apoyaban el muy controvertido programa.
Harris, que declaró haber participado en uno de esos programas siendo niña (aunque de carácter voluntario, en Berkeley, California), complementó el ataque diciendo que le habían dolido personalmente unos comentarios recientes de Biden, en los que este rememoró con inoportuna nostalgia cómo décadas atrás había podido trabajar con dos senadores archisegregacionistas para conseguir la aprobación de algunos proyectos de ley. (Los dos ocupaban puestos de poder en el Senado, y no era raro que demócratas defensores de los derechos civiles trabajaran con ellos, pero Biden podría haber elegido mejores ejemplos de colaboración entre personas de ideas diferentes.)
El ataque de Harris apuntó a sembrar cizaña en el fuerte apoyo afroestadounidense a Biden, favorecido por sus ocho años como vicepresidente de Barack Obama. Biden no estaba preparado, y su respuesta fue vacilante. Destacó su sólido historial de defensa de los derechos civiles y un par de semanas después se disculpó por su aparente perdón a los dos senadores segregacionistas.
En realidad, la posición actual de Harris en relación con los programas de desegregación escolar no es muy diferente a la de Biden. Pero su ataque bastó para catapultarla a los primeros lugares en las encuestas. La atención de la prensa después del largamente planeado ataque de Harris a Biden (la chicana y la respuesta rápida, incluso obviamente ensayadas, siempre quedan bien en TV) es un ejemplo del error que supone usar estos “debates” como vehículo para la elección de un candidato.
La considerable caída reciente de Sanders en las encuestas de opinión (en algunas figura después de Harris y Warren, y también de Biden) puede atribuirse al hecho de que su actuación ya no es novedosa. Todavía abunda más en promesas que en detalles, y sigue siendo el mismo gruñón y gritón de siempre. Pero, sobre todo, ya no es el insurgente solitario enfrentado a la figura paradigmática del establishment.
Sin embargo, los mayores problemas los tiene Biden. Antes de los primeros debates, les sacaba unos 20 puntos a sus rivales, tal vez porque su nombre es más conocido, además de su evidente cercanía con Obama (que se mantiene estudiadamente neutral); pero al final terminó dando imagen de haberse quedado en el pasado. No parece darse cuenta hasta qué punto la política estadounidense cambió en términos de hiperpartidismo desde sus tiempos de senador, antes de que el Partido Republicano virara a la derecha y se volviera abiertamente obstruccionista.
Además, Biden nunca hizo buenas campañas para la presidencia, de las que fracasó en dos. Tendrá 77 en noviembre (es tres años mayor que Trump) y cumpliría 80 durante su primer mandato, lo que lo convertiría en el presidente estadounidense más viejo de la historia.
Hay todavía otros dos o tres nombres probables para la nominación demócrata. Uno de ellos es Pete Buttigieg, el joven (37 años) y sorprendentemente sabio alcalde de South Bend (Indiana), homosexual y exvoluntario en Afganistán; pero ahora mismo parece que se le está terminando el encanto.
El “alcalde Pete” tuvo un comienzo excelente, y sigue siendo el favorito de muchos donantes demócratas. Pero justo antes del debate, le salió al paso un tema que persigue a las autoridades de ciudades y pueblos de todo el país: hace poco, un policía blanco mató de un balazo en South Bend a un hombre negro desarmado. En el debate, el tema pareció jugarle en contra. Buttigieg necesitará el apoyo afroestadounidense, y esto ha sido un problema para él desde que tras asumir como alcalde despidió al primer jefe de Policía negro de South Bend.
Al final de los primeros dos debates, muchos de los precandidatos demócratas habían respaldado propuestas de izquierda controvertidas, por ejemplo, Medicare for All (que puede significar el fin de los seguros de salud privados y un aumento de impuestos); la descriminalización de la inmigración indocumentada; la inclusión de los migrantes indocumentados en los planes estatales de salud; y la desegregación escolar.
Un gran dilema en la competencia por la candidatura demócrata es que es un test de dos atributos importantes: uno es qué candidato puede derrotar a Trump, y el otro, cuál muestra la plataforma más atractiva a los votantes de las primarias. Y son dos cosas distintas.
Elizabeth Drew: periodista y escritora residente en Washington. Su libro más reciente se titula “Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon’s Downfall” [El diario de Washington: Watergate y la caída de Richard Nixon].
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