A la mujer le debo y le sigo debiendo la vida. La conmoción que me produce va mucho más allá de las hormonas. Es un estremecimiento del alma. Una sacudida ontológica. Tuve madre, esposa y amigas que me dieron tanto cuanto un ser humano es capaz de dar. ¿Cómo no amarlas? ¿Qué sentir por ellas sino eterna gratitud?
Creo, aún y siempre, en lo que Juan Pablo II llamaba “el carácter esponsalicio de los cuerpos de hombre y mujer”. En la natural gravitación del uno hacia el otro. Tres cosas me han hecho pasar por la vida altivo aun en medio de la derrota, palpitante en la postración, ilusionado en el fondo de “la noche oscura del alma”: la música, la literatura y la mujer.
No es que convierta a la mujer en esbelta urna griega; antes bien, transformo a las dos primeras en personas, las interpelo, dialogo con ellas, jugueteo con todo lo que tengan a bien entregarme. Es una prosopopeya lo que propongo —concebir a la música y la literatura como mujeres— y no una cosificación —ver a la mujer cual si de un objeto de arte se tratase— (¡y todavía aquí cabría cuestionar la “cosidad” de la obra de arte!). Correteo con la música y la poesía a través de los zacatales del ocio, y de vez en cuando hasta me atrevo a robarles un beso.
Con la mujer los besos son más complicados. Uno no sabe… si se puede, si no se puede, si la lectura de los signos es correcta, si nuestra vanidad nos está jugando una mala pasada. No es cuestión de agallas. Es que son tan bellas que, como la música y la literatura, no deberían nunca ser abordadas por aficionados.
De los labios a los senos, ¡qué distancia! De los senos al pubis, ¡vaya travesía! Y del pubis al corazón mejor ni hablemos: es ahí donde el lenguaje del cuerpo es siempre, por definición, insuficiente. ¿De cuántas maneras amarlas? ¿Tocar piano para ellas? ¿Escribirles algún poema cursi, como de colegial enamorado? ¿Hacerlas reír? ¿Recorrer sus cuerpos? ¿Todo ello a la vez? Sin duda. Y algo más: tomarlas como lo que son: personas.
Así de simple, así de complejo. Personas, no aditamentos, galardones, amasijos de carne más o menos bien moldeados, hadas madrinas, réplicas de Salomé abocadas únicamente a representar para nosotros el eterno número de la caída de los velos. El striptease mítico, primigenio, imaginal.
Una trinidad. Así que música, literatura, mujer. Mi trinidad, mi trípode, mi tríada: acorde perfecto de mi bemol mayor. Ello supone otras dos notas: sol y si bemol. La tónica es, por supuesto, mi bemol, pero ¿qué posición estaré usando: la fundamental o alguna de sus dos inversiones? ¿Cuál nota es más importante? ¡Incómoda pregunta! Por eso no la responderé.
A las mujeres las sueño fuertes. Seductoras, claro que sí, que la seducción es una de las más bellas formas en que pueden explorar sus propios poderes y expresarse a sí mismas, pero no congeladas en un almanaque, prisioneras de la foto denigratoria, de la revistuca que las envilece.
Sí, mucho hay de sagrado en la mujer. Sé que a algunas no les gustará oír esto, y comprendo exactamente por qué. Perdónenme. Yo no elijo mis cultos. Ellos me eligen a mí.
Nací para amar. Ahora bien: cuando un hombre ve a una mujer, ¿qué es lo primero que percibe? ¿La fémina o el ser humano? ¿De qué manera la aborda? Si antes que persona, ve en ella a una mujer, el sexismo deviene absolutamente inevitable. Y la aproximación en la filosofía de Lévinas, por lo menos deja de ser ética. Deja de serlo, sí, porque ya reparamos en su femineidad —accidente más que elemento constitutivo de su ser— y ello envenenará nuestro acercamiento en tanto que ser humano.
Pues una mujer, antes que tal, es ser humano, ¿cierto? ¿No sería, por lo tanto, antiético identificarla —detectarla, olfatearla, sería más propio decir— como fémina en lugar de verla, simple y llanamente, como persona? ¿No sería reprensible determinar a un ser humano por su etnia, antes que por aquello que en él lo hace esencialmente humano? Antes que amerindios, afroasiáticos, paleosiberianos o nilosaharianos, ¿no somos todos, seres humanos?
Reconocimiento. Según Lévinas, la mirada que repara en las facciones de una persona es ya, aun cuando en ella no haya concupiscencia o repugnancia, antiética. Siendo así las cosas, yo lo que me pregunto es: ¿Hay para el hombre alguna manera de reconocer en la mujer al ser humano antes que a la fémina? La pregunta simétrica es, por supuesto, igualmente válida, pero yo me cuestiono a mí mismo como varón —no puedo hablar por ustedes, amigas—, y lo que he de responder, de manera categórica es: no. Antes que al ser humano, siempre he “sentido” a la mujer. Si hoy es problemático hablar de una “esencia” humana (Sartre la construye a partir de la “existencia”), ¡cuánto más difícil se hace hablar de una “esencia” femenina! Pienso en Goethe y su proclama: “Lo eterno femenino nos acerca a lo alto”.
¿El “eterno femenino”? Amigos: en caso de que no lo sepan, se exponen al ridículo al invocar, en estos días, semejante noción. “La mujer no nace, se hace”: el aserto de De Beauvoir no es sino la inevitable extrapolación, al feminismo, del existencialismo sartreano. Si el ser humano se hace —se construye, se produce a sí mismo dentro de un horizonte de libertad con cada uno de sus actos— ¿por qué habría de ser diferente el caso de la mujer? ¿No es ella, también, ser humano? Por la borda va, así pues, la idea de una “esencia” femenina.
Pero, una vez más, mi deber aquí es ser honesto, y les repito mi respuesta: antes que al ser humano, yo veo a la mujer, y no es sino a través de su femineidad que llego —cuando llego— al ser humano. Comprendo que esto, si coincidimos con Sartre y De Beauvoir, puede parecer paradójico, acaso un absurdo.
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¿Se puede llegar a Francia a través de París, a la idea de belleza a través de un cuerpo bello? Sin duda, si aceptamos la dialéctica ascendente de Platón, cuyo itinerario conceptual va de lo concreto a lo abstracto, pero, de nuevo, ¿cómo llamar en nuestro auxilio al fundador de la Academia de Atenas sin suscitar la risa entre indulgente y burlona de algunos sabelotodo?
Fuere como fuere, el hecho es que el término “ser humano” es hiperónimo de hombre y mujer, que son, a su vez, hiperónimos de amerindio, afroasiático, paleosiberiano y nilosahariano, et ainsi de suite. Pero yo debo comenzar con los hipónimos: solo puedo llegar a lo universal a través de lo particular: antes que al vegetal percibo a la flor. Es el sentir de este hombre que se llama Jacques Sagot: no pretendo con ello dar voz a todos mis congéneres. Hablo desde el único lugar que soy capaz de hablar: mi aquí, mi ahora, mi circunstancia histórica y mi peripecia vital. Y sin embargo, algo en mí advierte que jamás podrá prosperar el entendimiento entre géneros mientras sobre el ser humano prevalezcan la mujer o el hombre. Por ello, no me propongo como modelo: me limito a dejar mi testimonio.
El autor es pianista y escritor.