Desde hace más de 500 años, los pueblos indígenas ecuatorianos luchan para proteger su tierra, su cultura y hasta su propia existencia de las desastrosas consecuencias de la colonización. Desde el momento en que los colonizadores pisaron nuestras tierras, procuraron hacerse de beneficios explotando sus recursos naturales.
Hoy día, corporaciones chinas, canadienses y australianas extraen oro de nuestros territorios haciendo caso omiso de nuestras objeciones, y desafían las órdenes gubernamentales, perpetuando la muerte y la destrucción.
Desde hace mucho, los pueblos indígenas actuamos como defensores del futuro colectivo de la humanidad viviendo en armonía con la naturaleza y respetando sus ciclos y complejidades. Reconocemos que nuestra supervivencia (y la de todos) está vinculada inextricablemente a la salud y vitalidad de los ecosistemas naturales, pero los bosques que son nuestro hogar y dieron sustento a nuestras comunidades durante generaciones están siendo atacados.
Los ríos, que supieron ser prístinos, están contaminados con productos químicos tóxicos que envenenan nuestros alimentos, tierras y comunidades.
Mientras la implacable extracción de petróleo y minerales deteriora nuestras tierras y ríos, los delicados ecosistemas que constituyen los hábitats de innumerables especies son empujados al borde del colapso. Pero no solo lamentamos la destrucción física, la violación de nuestras tierras sagradas es una afrenta al espíritu y la resiliencia de los pueblos indígenas.
Legado y conocimiento
Nuestro profundo vínculo con la tierra es la base de nuestra identidad cultural; cuando las corporaciones multinacionales asuelan nuestros bosques, están pisoteando un legado ancestral e ignorando sabiduría y conocimientos transmitidos a lo largo de generaciones. Además, esta devastación nos recuerda con crudeza que, a pesar de siglos de mercantilización, las sociedades contemporáneas aún se aferran a modelos económicos que priorizan los beneficios sobre el bienestar de la gente y el medioambiente.
Escribo esto mientras junto con mis amigos y familiares desafiamos activamente las prácticas perjudiciales de esas empresas: las exponemos en las redes sociales e iniciamos acciones legales contra ellas, pero a menudo se desestiman nuestras objeciones, tal como ocurrió con los pueblos indígenas durante siglos. Esto alimenta un círculo vicioso de pobreza, desigualdad y desintegración cultural.
Lamentablemente, mi lucha por proteger las tierras ancestrales donde viven mis amigos y familiares es apenas un microcosmos del desafío más amplio de cuidar nuestro planeta. Un modelo económico basado en la maximización de los beneficios a corto plazo, que poco considera las consecuencias medioambientales, llevó al planeta al borde del desastre climático contaminando ríos, diezmando a los ecosistemas y desplazando a las comunidades indígenas.
Ecuador, como gran parte de Latinoamérica, es víctima de este modelo económico. A pesar de haberse librado del colonialismo, los países latinoamericanos siguen dependiendo de la exportación de materias básicas y endeudándose en el extranjero a altas tasas de interés para impulsar el desarrollo económico. Ecuador, por ejemplo, exporta petróleo del Amazonas para pagar su deuda.
Llamamiento a la comunidad internacional
Mientras prevalezca el capitalismo extractivo, las comunidades indígenas ecuatorianas no tenemos más alternativa que oponernos. Intentamos expresar nuestra preocupación a través de protestas pacíficas, solicitudes y acciones legales, pero se sigue haciendo oídos sordos a nuestros pedidos.
Dado este flagrante desprecio por los derechos humanos básicos de los pueblos indígenas, la comunidad internacional debe intervenir y hacer cumplir las órdenes judiciales que protegen nuestras tierras.
La continua lucha de los pueblos para conservar sus tierras y forma tradicional de vida pone de relieve la urgente necesidad de un cambio radical de conciencia y en las prácticas. Debemos superar los estrechos límites de las economías impulsadas por los beneficios y abrazar una nueva ética que enfatice el bienestar de la gente, las sociedades y el planeta.
Para ello, la Iniciativa Bridgetown, impulsada por la primera ministra barbadense, Mia Amor Mottley, solicita amplias reformas a la arquitectura financiera mundial. Si logramos que los prestamistas multilaterales sean más sensibles a las necesidades climáticas de los países con bajos ingresos, se podrían dirigir fondos críticos hacia los países que más los necesitan, como Ecuador.
Tal vez sea un exceso de optimismo creer que esas reformas pondrían fin a la minería de oro en el Amazonas, pero son cambios fundamentales para desmantelar al actual sistema explotador y poner al mundo en la senda de la sostenibilidad.
En esta época de crisis, inspirémonos en el espíritu indomable y el férreo compromiso de las comunidades indígenas que desde hace siglos luchan para proteger sus tierras. Si nos unimos y adoptamos modelos económicos alternativos podremos compeler a las multinacionales a abandonar sus prácticas destructivas, y recuperar un futuro que respete los derechos de los pueblos indígenas y proteja nuestros bosques, y en el que el bienestar de todos los seres vivos importe más que la rentabilidad corporativa.
Juan Carlos Jintiach es secretario ejecutivo de la Alianza Global de Comunidades Territoriales.
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