En relación con lo ocurrido recientemente en la ciudad de Heredia, donde la conjunción de burocratismo, ignorancia y desidia permitieron la destrucción de un valioso bien cultural a manos de una institución educativa, se impone, a mi juicio, una reflexión que vaya más allá de ese hecho de barbarie.
Se impone, además, porque cuando suceden desgracias como esta entre nosotros, son multitud los autodenominados “defensores del patrimonio” que se rasgan las vestiduras, vierten ceniza sobre su cabeza y claman al cielo por justicia… pero no pasan a más y, pasados los tres días de rigor, vuelven a sus cuevas digitales o a sus torres de marfil: y aquí paz y después gloria.
Lo coyuntural
Primero, entonces, vayamos a los hechos, es decir, a lo meramente coyuntural. Existe en Heredia un muro que fue parte de los tanques municipales que dotaban de agua a la ciudad. En él, a su vez, había una especie de nicho u hornacina de aire neoclásico, construida por Fadrique Gutiérrez (1847-1897), según las fuentes disponibles, en 1863.
Gutiérrez, “hidalgo extravagante de muchas andanzas” —como lo llamara don Luis Dobles Segreda en el libro que le dedicara— fue en el arte costarricense pionero en la escultura, la pintura y la arquitectura. De la primera nos quedan aún varias y valiosas piezas, mas de las otras dos artes apenas sabemos algo; aunque existía la obra arquitectónica recién destruida.
Como el muro mismo, aquella especie de nicho estaba construido en calicanto, es decir, en piedra unida con una mezcla de cal y arena como mortero; antigua técnica que le brindaba su solidez. Por esa razón, la obra tenía en pie ciento sesenta años, antigüedad que, sumada a su valor estético y a su autoría, hacía de ella un bien cultural construido del cantón herediano y del país.
Ahora bien, por encontrarse en un predio del Instituto Nacional de Aprendizaje, era propiedad institucional; mas, por hallarse en el cantón de Heredia, tenía a esa Municipalidad como su custodio. Y ahí, precisamente, empezó su tragedia, su ir y venir de Herodes a Pilatos, antes de acabar destruido… algo que pudo evitarse de haber recibido la Municipalidad la adecuada asesoría.
Porque los bienes culturales, parece que ignoraban los funcionarios municipales, no requieren estar declarados “patrimonio” (en el caso específico “histórico-arquitectónico”) para ser protegidos, pues su protección es algo que recae en el pueblo al que pertenezcan, cuya cultura representen y de la que esa colectividad se sienta —al menos en principio— orgullosa y vigilante.
En términos políticos, dicha colectividad o pueblo se llama municipio, los ciudadanos todos de un cantón, donde la municipalidad es su gobierno, y es responsable, por eso, de velar por sus bienes culturales. La declaración dicha, en cambio, no es más que un trámite burocrático que, en un país donde abundan tales gestiones, no significan casi nada.
Tanto es así que a lo largo de los años son varios los bienes culturales construidos que, declarados o por declararse patrimonio histórico-arquitectónico, han sido vandalizados, cuando no destruidos del todo, sin que se haya podido hacer nada para salvarlos. No obstante, en este caso concreto cabe preguntarse: ¿Pudo salvarse de su destrucción la obra de Fadrique Gutiérrez que era parte de aquel antiguo muro?
Lo estructural
Pues sí pudo haberse salvado, porque de haber estado incluida en un inventario de bienes culturales del cantón pudo, a su vez, haberlo estado en un mapa de bienes patrimoniales de carácter histórico-arquitectónico de la ciudad de Heredia, y ser así parte de su plan regulador.
Este, que es ley en el cantón que lo posea, lo hubiese protegido al hacer innecesario el aval del Centro de Patrimonio para evitar su destrucción. Pudo haberse estudiado la manera de conservar el fragmento del muro con la hornacina, cortándolo y desplazándolo hacia atrás, por ejemplo, un proyecto enteramente posible con la ingeniería disponible en el país.
Mas ¡ay!… la Municipalidad de Heredia, a pesar de ser su cabecera una de las ciudades más importantes de Costa Rica y de las décadas transcurridas desde que el Plan Regulador Urbano es una exigencia nacional, no tiene uno. Tampoco posee un inventario de bienes culturales —no digamos ya de los construidos— en una ciudad y en un cantón donde estos abundan en sus más diversas manifestaciones.
Así las cosas, la destrucción de un fragmento de nuestra historia no fue culpa del INA, propietario que, responsablemente, se atuvo a los procedimientos legales antes de avanzar en la demolición. La responsabilidad de tal barbarie, entonces, ¿recaería sobre la Municipalidad de Heredia por no poseer un inventario de bienes culturales, no digamos ya un Plan Regulador Urbano? Y aquí la respuesta es dudosa, porque en el asunto falta mencionar a otro protagonista.
En efecto, todo indica que el funcionario municipal encargado de tramitar la demolición de la valiosa obra consultó con el Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio Cultural, del Ministerio de Cultura y Juventud, la procedencia de aquello o no.
A su vez, el funcionario del ente encargado de velar por la conservación de los bienes culturales —como se desprende de su nombre, al menos—, respondió que aquel bien no estaba declarado patrimonio, con lo que, por tanto, la Municipalidad herediana quedó libre de autorizar su destrucción… ¿Cómo y por qué?
Pues porque la Ley 7555 que debería proteger los bienes culturales construidos es una ley obsoleta o, si se desea, mal concebida desde su inicio mismo; puesto que —entre otras cosas objetables— solo contempla como parte del patrimonio histórico-arquitectónico del país “el inmueble de propiedad pública o privada con significación cultural o histórica, declarado así por el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes” de conformidad con la ley (artículo 2, subrayado nuestro).
Para concluir
En otras palabras, para efectos de su protección, escapan al alcance legal aquellos bienes culturales construidos no declarados patrimonio, con lo que la responsabilidad de su custodia recae exclusivamente en las municipalidades. De ahí el burocratismo al que me refiero.
Porque como las municipalidades no reciben del Centro de Patrimonio la instancia a realizar dicha protección dentro de sus potestades locales, ni menos aún la asesoría adecuada para llevarla adelante, estas bien pueden pretextar la ignorancia dicha como causa del abandono en que se encuentran los bienes culturales a su cargo.
Por último, al estar asuntos tan graves para la educación y la cultura de nuestra gente en manos de mandos medios inmersos en el cotidiano burocratismo y la ignorancia legal, se comprende que se imponga entre ellos la desidia de no ir más allá, de no indagar ni siquiera un poco en cuanto a sus responsabilidades, de no asesorarse adecuadamente y de limitarse al vergonzoso “es que aquí dice”, que nos tiene donde estamos.
Ante ese panorama, hechos como el sucedido en Heredia seguirán ocurriendo mientras los ciudadanos no tomen su cultura en sus manos y exijan a las municipalidades que cumplan a cabalidad con sus responsabilidades culturales también. Cuando entendamos como ciudadanía que la municipalidad no es solo para recoger nuestra basura y pavimentar las calles, tal vez podamos detener el rumbo de la destrucción de nuestro patrimonio construido, desde lo local.
Por su parte, los autoproclamados “defensores del patrimonio” bien harían en integrarse a esa lucha ciudadana con más hechos concretos y menos vanas palabras; hechos que nos hagan como costarricenses trascender de lo coyuntural de un hecho lamentable, y enfrentar lo estructural de nuestro papel ciudadano en pro de la cultura y de sus manifestaciones construidas, de una vez.
El autor es arquitecto.