Una perversión política novedosa, marca registrada de la dictadura Ortega-Murillo, es la desaparición civil de sus opositores. Aclaro este concepto. Las dictaduras reprimen, matan, encarcelan y desaparecen a sus opositores. En ocasiones, hasta a los incautos. La mayoría de las veces desinforman diciendo que no los tienen encarcelados, que las personas murieron por causas naturales y, si fueron heridos, que fue porque se lo merecían. Con los encarcelados hacen la pantomima de un proceso judicial. Incluso en el caso de la horrible práctica de la desaparición de personas, argumentan que ellos no han sido, pero no niegan que esas personas existieron.
Aquí es donde entra la innovación perversa. Además de todo lo anterior, los Ortega-Murillo agregaron una pieza al infame repertorio de la opresión. Quitan la nacionalidad a sus víctimas, un acto contrario al artículo 15 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que Nicaragua está obligada a observar. El artículo dice: “1. Toda persona tiene derecho a una nacionalidad. 2. A nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad”. Fatal sí, pero, hasta ahí, otra mancha más para el tigre: un acto temerario, aunque no fuera de lo esperable.
Lo que pasa es que no se quedaron queditos. Una vez despojadas de su nacionalidad, las autoridades pueden borrar los registros administrativos de sus víctimas. Eliminan, pues, a la persona civil que cada uno de nosotros es, por la mera circunstancia de haber sido parido en este mundo. Entonces, la víctima no nació, no se casó, no tuvo hijos, no tiene propiedades ni fincas ni casas ni empresas; no posee ahorros ni cuentas bancarias, no cotizó para la jubilación. Nada de nada: no existió. Y, como una persona que no existe no puede tener nada, los bienes quedan sueltos, nadie puede reclamar herencias y la dictadura se queda con todo. De más está decir que algunos vivazos se estarán forrando con este robo y que esa perversión será indudablemente copiada por otras autocracias, que el aprendizaje funciona para lo bueno y para lo malo.
Termino diciendo que nuestro país no parece tener una estrategia clara para lidiar con este perverso y vecino régimen. ¿Contribuir a aislarlo? ¿Tolerarlo? ¿Alentar calladamente la oposición? Hemos estado un pasito pa’quí y otro p’allá, y mientras tanto la tragedia continúa al otro lado de la frontera.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.