Al inicio del debate, radiodifundido en 1948 en Inglaterra, entre el matemático agnóstico Bertrand Russell y el renombrado jesuita Frederick Copleston, este sugirió que, antes de discutir sobre la existencia de Dios, sería conveniente definir lo que ambos entendían por el término Dios. «Supongo que hablamos de un ser supremo personal, distinto del mundo y creador del mundo, ¿está de acuerdo, provisionalmente al menos, en aceptar esta declaración sobre el significado de la palabra Dios?», propuso. Russell respondió afirmativamente.
Como reafirmación de que entre ciencia y religión no puede haber acuerdos de límites sino pactos de mutua indiferencia, el agnóstico y el creyente esgrimieron sus argumentos sin hacerse concesiones. Pero es de lamentar que nos quedaran debiendo una mención del papel de los mitos en el enfoque religioso de la realidad, aunque hoy se nos ocurre que algunos de esos mitos podrían estar basados en la misma ciencia.
Justo en estos días, resurgió la especulación según la cual el universo podría ser una simulación informática, una estructura audiovisual usada para sus propios fines por una inteligencia que no forma parte de esa simulación. Un científico asegura tener indicios que confirmarían esta posibilidad, y agrega que para tal simulación se requiere una especie de computadora gigantesca que necesariamente tiene que estar «fuera del universo» y, por lo tanto, el usuario de ella es su único observador.
Propone que lo que percibimos como la realidad es la proyección de algunas de las variables introducidas dentro de ese programa informático en el que existimos, el cual nos obliga a ser algo así como las figuras virtuales de un juego que llamamos «la vida»; que nada de cuanto «vivimos» está dirigido a nosotros ni nos concierne, porque somos los personajes de una representación escenificada en beneficio de los espectadores… y, como solo existe un espectador trascendente —es decir, que es externo a la simulación—, nadie más que él pudo ser el creador de la computadora hipercósmica y del software que la hace funcionar.
De acuerdo con esta proposición no seríamos más que un incidente cibernético provocado por una inteligencia que percibe nuestras efímeras representaciones como si fueran experiencias propias. Por lo visto, estamos como al inicio.
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El autor es químico.