Había una vez, no hace mucho tiempo, que comentaristas y expertos recetaban la “buena gobernanza” como el único ingrediente necesario para el crecimiento y el desarrollo económicos. Durante muchos años, fue un componente básico en las asesorías políticas y las reformas institucionales.
En un informe de 1992, Governance and Development (Gobernanza y desarrollo), el Banco Mundial definía el término en sus cuatro componentes: capacidad y eficiencia de la gestión del sector público, rendición de cuentas, marcos jurídicos e información y transparencia.
Desde entonces, el término ha caído en desuso, quizás porque el concepto ha perdido parte de su novedad. Si bien no hay nada malo con ninguno de sus cuatro componentes o con el principio de equidad de procedimiento en la administración de los asuntos públicos y privados, el supuesto de que la buena gobernanza solucionaría problemas sociales y políticos complejos estaba profundamente equivocado.
Es más, algunos críticos plantean que la agenda de la buena gobernanza siempre se propuso para enmascarar las estructuras de poder subyacentes, al elevar la toma de decisiones tecnocráticas por encima de las luchas políticas. Haya sido esto verdadero o no, los promotores de la buena gobernanza sí tendían a centrarse en las apariencias en vez de la sustancia: las preguntas sobre el “cómo” tenían precedencia sobre las preguntas del “qué”, como si los buenos resultados surgieran milagrosamente desde procesos implementados con solidez.
Mientras tanto, surgió toda una industria para definir y redefinir la “buena gobernanza” y desarrollar indicador tras indicador, formando una nueva “tecnología de la gobernanza” con mediciones que servían como cotas de referencia del desempeño para orientar acciones y aparentar mejoras reales.
No hay escasez de críticas sobre la manera en que la buena gobernanza se mide o implementa, pero recién ahora se están volviendo evidentes los verdaderos costos de esta moda, lo que incluye la acumulación de medidas políticas orientadas a los resultados inmediatos a lo largo de las últimas décadas. Por ejemplo, es perfectamente posible que la agenda de la buena gobernanza haya reducido la capacidad de las autoridades de solucionar problemas complejos y los haya distraído de la necesidad de abordar las pérdidas socioeconómicas de maneras equitativas y políticamente factibles.
Establecer los parámetros “correctos” para la toma de decisiones no produce automáticamente los resultados adecuados. Con el crecimiento económico como única prioridad implícita, la agenda de la buena gobernanza restó importancia a la necesidad de rendir cuentas por las consecuencias distribucionales y las externalidades ambientales negativas.
Espejismo
Hoy, la crisis climática ha dejado estas insuficiencias al descubierto. Necesitamos medidas reales para reducir la polución para que este planeta siga siendo habitable para la mayor parte de la humanidad y no solo los pocos que disponen de recursos suficientes para escapar de sus efectos. Sin embargo, los indicadores y las prácticas de asignar etiquetas han predominado en el diseño de las políticas climáticas.
A pesar del ascenso de los ESG (un concepto definido laxamente que abarca criterios “medioambientales, sociales y de gobernanza”), la maximización del valor para los accionistas sigue siendo la meta que caracteriza la “buena gobernanza” corporativa.
Igual que en el pasado, ha surgido una industria ávida de rentas, compuesta por asesores, consultores y profesionales de las relaciones públicas para ayudar a compañías y países a alcanzar calificaciones y estándares en constante cambio y, al igual que en el pasado, ha habido pocos resultados tangibles.
A tres décadas de la creación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el mundo sigue calentándose peligrosamente y los efectos del cambio climático se vuelven cada vez más destructivos y costosos.
Peor aún, sectores de la industria altamente contaminantes se las han arreglado para obtener un puesto en la mesa de las negociaciones internacionales, mientras los activistas climáticos quedan excluidos. De hecho, incluso, algunos son sancionados —también penalmente— por romper las reglas del juego, lo que pone en evidencia que la buena gobernanza, aquí y en otros lugares, generalmente es un instrumento funcional a quienes defienden el statu quo.
Incumplimiento
El acuerdo climático de París del 2015 intentó cambiar el rumbo, al establecer objetivos claros y comprometer a los gobiernos a limitar el aumento promedio de las temperaturas a 1,5 grados Celsius por sobre los niveles preindustriales. Los países se comprometieron a presentar planes de acción que especifiquen cómo pensaban lograr esas metas, y los activistas climáticos se han esforzado para que las autoridades cumplan lo prometido.
Pero es mucho más fácil producir una “contribución determinada a escala nacional” que obtener resultados reales a escala nacional o trasnacional. Los gobiernos y las industrias han hecho multitud de promesas y compromisos de alcanzar las cero emisiones para mediados de siglo, pero todavía les falta cumplirlas.
En su lugar, las élites públicas y privadas siguen bailando al viejo ritmo de cumplir en lo formal en vez de lograr cambios de verdad. Las etiquetas, los códigos de conducta suaves, los informes y las campañas de relaciones públicas siguen siendo las estrategias de implementación preferidas, a pesar de que una tras otra se han revelado como ineficaces y, en algunos casos, como directamente fraudulentas.
En vez de servir como una llamada de atención para cambiar de estrategia, los ESG se han convertido en otra vaca gorda para el negocio de la asesoría del cumplimiento, ofreciendo otra oportunidad para extraer rentas de los clientes mientras se culpa por los fallos a las entidades normativas.
Las compañías no se atreven a no usar estos servicios porque, como lo expresa el gigante de la contabilidad global PwC, “los riesgos de fraude en el contexto de los criterios ESG están aumentando por la creciente presión de las entidades normativas y el público”.
La agenda de la buena gobernanza ha perdido su etiqueta, pero sigue viva y se ha convertido en una amenaza existencial. Para combatir el cambio climático hay que solucionar problemas y ganar luchas de poder, no marcar casillas de listas de verificación. La gobernanza no sustituye al gobierno (o a la gestión, en el sector privado). Por demasiado tiempo hemos permitido que nos distraiga de lo que debemos hacer.
Katharina Pistor, profesora de Derecho Comparado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Columbia.
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