Estoy cien por ciento de acuerdo con la primera dama: la mejor movilidad es la que no se hace. Ella propone estimular el teletrabajo. En buena hora. Yo sugiero, además, capacitar a los empleados públicos a cargo de atender a los usuarios para que acepten documentos con firma digital, sin necesitar echarse los pleitos que he tenido yo durante el último año.
Debo tener la firma digital desde hace unos seis o siete años, pero no fue sino hasta el año pasado cuando descubrí un dispositivo, al cual le inserto la tarjeta de la firma digital dada por el Banco Central, que se comunica con mi celular y me permite validar firmas y rubricar documentos digitalmente. Mi reacción inmediata fue pensar “nunca más volvería a ir a una institución para efectuar un trámite”.
Firmar documentos con una PC es totalmente anacrónico, lidiar con la última versión de los drivers de la firma digital es de locos.
La ley tiene 13 años de aprobada, muy buena por cierto, y el sistema del Banco Central debe tener 10 años desde que se hizo disponible con una tecnología que hoy es obsoleta (por no ser móvil ni amigable).
Quienes utilizábamos la firma digital esporádicamente, necesitábamos soporte técnico (por fortuna antes Mer-Link lo daba gratis). Dicen, no me consta, que hay 200.000 firmas digitales emitidas y se utilizan regularmente; tampoco sé si eso es todas las semanas o todos los meses. Lo que sé es que son muy pocas, debería haber al menos 2 millones. El argumento del costo se cae cuando se usa intensamente; además, al aumentar la cantidad de usuarios debería caer el precio porque el Banco Central presta un servicio, no lucra.
Viacrucis. El año pasado debía hacer un trámite en Acueductos y Alcantarillados (AyA) para un condominio de tres apartamentos con un solo medidor. Llené el formulario a mano, le tomé una foto y le puse la firma digital, y ahí empezó el pleito.
Yo, por supuesto, llené mal el formulario, pero el pleito era porque me dijeron: “Ese trámite es presencial y necesita su firma de puño y letra”. Perdí los estribos, envié correos furibundos donde explicaba que la firma digital no solo tiene validez legal, sino que es mejor que la de puño y letra porque garantiza que el documento nunca ha sido ni podrá ser modificado.
Duré semanas en el asunto. Por cabezón, me negué a ir al AyA, pedí ayuda al Ministerio de Ciencia y Tecnología (Micit) y el departamento legal del AyA intervino y me dio la razón. Obviamente, le perdí interés al asunto y creo que el trámite no se ha completado, por mi culpa.
Hacia finales del 2017, cumplí con los requisitos para la pensión de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS). Me llevé otro disgusto cuando me dijeron que no se podía tramitarla con firma digital. Nuevamente, un atraso, y tras la intervención del departamento legal, me dieron la razón. Hoy soy, orgullosamente, pensionado de la CCSS sin haber asistido a una oficina a hacer el trámite. Sin duda es la mejor movilidad la que no se hace.
Luego, en la operadora que tenía mi Régimen Obligatorio de Pensiones y mi Fondo de Capitalización Laboral alegaron lo mismo: debo ir a las oficinas para hacer el trámite. En esta ocasión bastó un correo a un gerente, y listo. Me dieron mi plata sin ir a ningún lado.
Un resultado menos elegante tuve en una institución con la cual tenía que firmar un contrato. Apenas había empezado el pleito cuando un mensajero tocó el timbre de mi casa y me pidió que si era tan amable firmara el contrato (y dejara de hacer alborotos).
Descubrimiento. Averiguando por qué reaccionan tan mal contra la firma digital, me enteré de que los expedientes —del país, básicamente— son de papel y las instituciones se enfrentan al problema de cómo incluir en ese expediente un documento firmado digitalmente.
Cuando un documento firmado digitalmente se imprime, el papel no tiene ninguna validez, es como un fax, o peor. La solución es digitalizar los expedientes, pero como no se puede hacer de manera instantánea, deben buscar una solución transitoria, como imprimir el documento y anotarle la dirección de la versión electrónica con la firma validada. El problema es de la institución, no del usuario.
También tuve un episodio con Tributación Directa, pero los abogados me aconsejaron firmar el papel para que ellos lo autentificaran y efectuar el trámite sin retrasos. Reticente, firmé.
Meses después, por intervención del Micit, obtuve un correo de la Contraloría de Hacienda donde asegura que todos los trámites en Hacienda se pueden hacer con firma digital. Por supuesto lo guardé para enseñárselo al próximo que se niegue a aceptar la firma digital.
Recientemente, tuve otro disgusto. Esta vez, nada más y nada menos que con la Asamblea Legislativa. Debía firmar una adenda a un contrato de alquiler y el funcionario a cargo me devolvió el documento para que firmara de puño y letra porque así era requerido.
La edad y la repetición de estos sucesos me han acortado bastante la mecha, así que arranqué sin batería y le contesté de forma no muy amigable lo que siempre digo. Por suerte, el funcionario había enviado copia del correo al director de la Proveeduría, quien reaccionó de inmediato y me dio la razón. Así terminó el conato de encontronazo.
Cada vez que firmo un documento digitalmente, me ahorro un traslado totalmente innecesario. Los disgustos que me he llevado bien valen la pena. Primero, porque sientan un precedente. Espero que al próximo ciudadano que intente una gestión con firma digital no le pongan ningún pero, y, segundo, porque los traslados, además del gasto de tiempo y combustible, seguramente me hubieran causado malestares parecidos.
En el Gobierno deben llevarse a cabo decenas de miles de trámites todos los días, es decir, son decenas de miles de viajes innecesarios, decenas de miles de litros de combustible y miles de horas perdidas cinco días a la semana. Hagan los números a ver si vale la pena o no masificar la firma digital, con la debida capacitación a los funcionarios.
El autor es ingeniero, presidente del Club de Investigación Tecnológica y organizador del TEDxPuraVida.