La protección del denunciante de actos de corrupción es uno de los medios más eficaces para combatirla. Existe mucho desarrollo del concepto en la legislación comparada y la Asamblea Legislativa tramita un proyecto para poner a Costa Rica al día. En los Estados Unidos, la protección del whistleblower, o silbatero, como se suele llamar al árbitro en el fútbol, tiene años de incorporada a la legislación.
El principio no solo se aplica a la corrupción pública o privada, sino también a quienes alertan de ineptitud o desidia en la inversión de fondos públicos o la prestación de servicios. En nuestro país, el vacío de ley debió llenarlo la Sala IV en sentencias dictadas para impedir represalias contra los denunciantes.
Un voto unánime de los magistrados condenó, en el 2016, al Instituto Costarricense de Ferrocarriles por sancionar al jefe de talleres que alertó al país, mediante la prensa, de las deficiencias en el mantenimiento de los trenes Apolo. A falta de recursos para repuestos, la institución recurría al reciclaje, afirmó.
No era un caso de corrupción ni la denuncia fue planteada ante una institución dedicada específicamente a la fiscalización de la función pública o la investigación y represión del delito, pero el valor de la revelación es innegable. Vale la pena considerar casos como este en la ley contra la corrupción.
La protección debe extenderse a toda persona, en el ámbito público o privado, sin importar los canales empleados para formular la denuncia ni limitar su aplicación a casos de corrupción. Las consecuencias del descuido o la desidia pueden ser tan dañinas como la corrupción propiamente dicha.
Pero entre proteger al denunciante y recompensarlo por la denuncia hay un gran trecho. Una cosa es librarlo de represalias por un servicio, a menudo desinteresado, al interés público, y otra es estimular la presentación de acusaciones con la esperanza de una recompensa material.
El pago solo se haría si la información resulta útil para lograr una sentencia firme en delitos penados con más de cuatro años de cárcel. No hay claridad sobre la fuente de los recursos para pagar el incentivo y, si va a cumplir su objetivo, tendría que ser generoso para justificar la larga espera hasta la resolución final, con posibilidad de una absolutoria. En ese caso, la ley bien podría promover denuncias aventuradas para probar suerte, con grave daño para el ejercicio de la función pública, la convivencia y la administración de justicia.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.