Bajo cualquier óptica por la que se le mire, el presupuesto ordinario del 2017 es desastroso. Hasta el mismo ministro de Hacienda parece reconocerlo. Su única defensa consiste en decir que el gobierno no tiene la culpa ya que los múltiples mandatos legales y el servicio de la deuda le dan rigidez al gasto y este crece por inercia. Pero ni siquiera en eso lleva la razón.
Repasemos primero la magnitud del desastre. El presupuesto aumenta un 12,1% con respecto al del 2016, lo cual es cuatro veces superior a la inflación proyectada para el próximo año (3%). Si tomamos en consideración el gasto en términos reales (descontando esa inflación), las erogaciones crecerán a un ritmo dos veces superior al de la economía. Tras una leve moderación en el ritmo de crecimiento del gasto público este año, la administración Solís vuelve a las andadas con un presupuesto sumamente dispendioso.
Hacienda se lava las manos al decir que el servicio de la deuda es el principal disparador de este incremento en el gasto, que representa un 44% de este. Pero la deuda es una realidad con la que el gobierno debe lidiar.
Es, al final de cuentas, el resultado de años de presupuestos altamente desfinanciados como este. Por ejemplo, mientras que el plan de gastos del 2015 se pagaba en un 46% con endeudamiento, el del 2016 lo era en un 45,4% y el del 2017 lo es en un 45,9%. Como vemos, no hay esfuerzo alguno por disminuir el nivel de desfinanciamiento presupuestario.
Otro punto también es claro: si pagar los intereses de la deuda demanda cada vez más recursos, lo responsable sería que el gobierno recorte –o por lo menos deje de aumentar– otros rubros. Pero ni eso: el 56% restante del incremento del gasto tiene que ver con cosas que no son pagar deuda.
Hacienda argumenta que mucho de esto es producto de mandatos legales. Pero en lugar de buscar relajar –o mejor aún, eliminar– algunos de estos absurdos requerimientos que no corresponden a la realidad económica del país, el gobierno más bien continúa agravándolos. Para el próximo año, Hacienda enfrenta cerca de ¢300.000 millones en nuevos gastos sin financiamiento. Estos son en gran medida producto de leyes que fueron alegremente sancionadas por Luis Guillermo Solís, como la Reforma Procesal Laboral.
No todo es negativo. Hay una cosa para la que sí sirve este presupuesto: de prueba irrefutable de que hasta el tanto no se hagan reformas importantes del lado del gasto, de nada servirán nuevos impuestos.