O bien se alejan de sus congéneres y mueren de frío, o se les pegan para calentarse, pero se clavan sus púas. El dilema es entre la soledad helada y la proximidad hiriente. La fábula es de Schopenhauer y retrata magníficamente la tensión de nuestra vida en sociedad. Material y emocionalmente necesitamos del “calorcito” de los demás, pero sus cualidades repulsivas nos repelen y distancian de ellos (y viceversa, no lo olvide). Nos repugnamos y necesitamos, así de simple. Es una de las conclusiones a las que llega Sartre en sus estudios sobre el “estar-con”, sobre el encuentro con el otro, sobre la convivencia: “El infierno son los otros”.
Tengo poca estima por las teorías políticas o por los análisis de coyuntura que no parten de este dato básico, biológico si se quiere. La vida en sociedad es difícil por eso y la política, que la tensa, condensa y resuelve, aún más. El repudio, que siempre, no ahora, y en todas partes, no solo aquí, han generado la política y los políticos no tiene que ver, principalmente, como piensan algunas almas puras, con la corrupción, sino con esa realidad que llevamos en la piel, con esas dos pulsiones atávicas que me hacen apretar los puños cuando ya tarde, en alguna solitaria calle de San José, me topo con un prójimo (que no me ha hecho nada): la hostilidad y el miedo.
La política, resultado de la decisión de seguir viviendo juntos (polis), manteniendo nuestra irreductible otredad y enfrentándola abiertamente (polemos), excita esta urticaria antigua, porque no, no siempre el roce hace el cariño.
El espanto. Sería maravilloso que fuera el amor lo que nos impulsara a juntarnos, pero no. Hobbes fue el primero en decirlo claro, pero Borges lo dijo de forma más contundente en su poema Buenos Aires, en el que inquiere en aquello que lo vincula, como individuo, con esa gran urbe: “No nos une el amor sino el espanto”. Y de esa realidad, insisto, hay que partir para comprender lo que nos pasa.
Yo coincido con Habermas, con Adela Cortina o con Hans Küng, en que eso no basta, en que la vida en sociedad requiere de solidaridad y que su base “natural” es el amor, mayoritariamente fundamentado en narrativas que trascienden la lógica contractualista y el cálculo egoísta del mero interés personal.
Pero eso es el repello de nuestra vida compartida, bajo el cual la amalgama fundamental son la hostilidad y el miedo. Lo sé por experiencia propia: al igual que la rana René, a veces quisiera cumplir el dictum de Constantino Láscaris sobre mi idiosincrasia y enmontañarme para perder de vista a mis encantadores condóminos, pero luego pienso en la inseguridad ciudadana y se me pasa.
Resistencia. Lo anterior, referido a un condominio, resulta aún más complejo en un país con muchísimos más problemas que atender y muchísima más heterogeneidad social. Olvídese de la nanotecnología, organizarnos políticamente en libertad es la cima de la sofisticación cultural del ser humano. Es muy difícil y depende de acuerdos muy frágiles sometidos a una enorme resistencia antropológica.
Sencillamente no nos gusta que nos den órdenes y limiten nuestra libertad de acción, pero, sobre todas las cosas, aborrecemos que nuestras convicciones ideológicas, intereses, valores e ideales, se posterguen, negocien o cedan frente a los de otros. Por eso, decía Ortega y Gasset, “se odia al político más que como gobernante como parlamentario. El Parlamento es el órgano de la convivencia nacional demostrativo de trato y acuerdo entre iguales” y “esto es lo que en el secreto de las conciencias gremiales y de clase produce hoy irritación y frenesí: tener que contar con los demás, a quienes en el fondo se desprecia o se odia. La única forma de actividad pública que al presente, por debajo de palabras convencionales, satisface a cada clase, es la imposición inmediata de su señera voluntad”.
Ahórrese el disgusto y asúmalo. Los otros están (y van a seguir estando) ahí, y cualquiera que tenga la más elemental idea de qué dice cuando dice que cree en la democracia y en los derechos humanos, debe reconocerle lo que O’Donnell llamaba “capacidad de agencia”. Dicho de otro modo, demócrata es solo el que asume la concepción moral del ser humano como agente, lo que implica presuponer al otro como “alguien normalmente dotado de razón práctica y de autonomía suficiente para decidir qué tipo de vida quiere vivir, que tiene capacidad cognitiva para detectar razonablemente las opciones que se encuentran a su disposición y que se siente –y es interpretado por los demás como– responsable por los cursos de acción que elige”.
Por eso, vivir en democracia es una apuesta: “Cada ego debe aceptar que todo alter participe, votando y, eventualmente, siendo elegido… incluso si cree que permitir a ciertos individuos votar y ser elegidos es inadecuado. Ego no tiene otra opción que correr el riesgo de que partidos y políticos ‘equivocados’ sean elegidos”.
Decisiones colectivas. ¿Esta forma de organizar la vida en común garantiza que las decisiones colectivas así adoptadas serán las mejores? No. Desde Platón sabemos que no. Pero la que en sí misma sí es la mejor decisión, es que las decisiones se adopten de ese modo. Cualquier otra forma, en la que sean solo unos los que participen y los otros queden al margen, no es viable políticamente porque es insostenible en el tiempo: los que queden excluidos de participar difícilmente le reconocerán legitimidad a lo decidido y más temprano que tarde lucharán por ser incluidos en el proceso de construcción de las decisiones.
Es, de hecho, lo que antecedió a la inclusión electoral de todos los originariamente excluidos (pobres, analfabetos, mujeres, negros, indígenas o personas con diversas formas de pensamiento) de las listas de electores y de las papeletas de elegibles: lucha y violencia política en la mayoría de países.
Así que estamos los que somos, somos los que estamos y (salvo aquellos pocos que tengan oportunidades de irse a vivir a otra parte) aquí nos quedamos. No queda otra opción que sobrevivirnos. Y la mejor forma de hacerlo es ese milagro de la civilización occidental, tan denostado hasta hace algunos años, pero recientemente revalorizado frente al abismo del populismo y el extremismo político: la democracia liberal.
Esta se sostiene sobre una triada de elementos de cultura política que es imprescindible defender si queremos llegar a nuestros 200 años de vida independiente siendo una república: respeto al Estado de derecho (empezando por los derechos civiles, la ley y los pronunciamientos de los jueces), vocación política (para seguir conversando, convenciendo, cediendo y llegando a acuerdos) y cordialidad cívica (el punto de equilibrio para el puercoespín entre el frío del invierno y el dolor de la púa).
LEA MÁS: Hagamos valer el voto
LEA MÁS: Elecciones, religión y barbarie
Cordialidad cívica. Esa cordialidad cívica, si bien esencialmente discursiva, tiene expresiones espaciales, físicas: ve uno el comportamiento de los conductores en las presas y empieza a sacar conclusiones. Estoy convencido: la urbanidad con la que se comparten los espacios públicos es una señal de esa civilidad en la esfera pública. Visto lo visto, no debería extrañarnos que en Costa Rica, según recientes estudios del Programa Estado de la Nación, de la Corporación Latinobarómetro y de la Universidad de Vanderbilt, el apoyo a la democracia haya caído, la insatisfacción con la democracia aumentado, la tolerancia política disminuido y el autoritarismo social crecido (por encima de la media continental). El país empieza a parecerse más a una aglomeración de personas encerradas en un territorio social y simbólicamente fragmentado que a una comunidad política compuesta por ciudadanos libres y responsables.
Aunque, a pesar de su nombre, no tengan parentesco con los cerdos, los puercoespines pueden ser bien chanchos. Al fin de cuentas, son roedores y de cuando en cuando se les sale lo rata. Todos los que hemos viajado de pie, embutidos en un bus, lo sabemos: cada cual puede acomodar y mover su cuerpo con la clara intención de resultar más incómodo para aquellos con quienes va pegado. Pero es el peor momento para hacerlo, criaturitas del bosque, porque el invierno, el más inclemente en décadas, está llegando.
El autor es abogado.