Escribí hace unos días sobre la deshumanización en la CCSS, una realidad compleja que no debe encontrar justificación en nada, sino ser atendida con urgencia por la misma institución, la Defensoría y la Asamblea Legislativa, entre otras.
Como reacción a mi columna, recibí decenas de mensajes por correo, la mayoría fueron enviados por especialistas en medicina pensionados y ciudadanos adultos mayores que pedían “una cruzada nacional para el mejoramiento del trato” y “un curso de inducción y concientización de la labor”.
“Se volvieron de piedra y casi hay que sonreírles sus odiosas acciones con tal de que luego no se desquiten con los pacientes”, “qué impotencia tener que dejarlos al cuidado de personas de las cuales no sabemos si van a recibir malos tratos o si harán, de verdad, todo lo posible para que estén bien y regresen a casa con sus seres queridos”, “hemos estado sufriendo acoso por parte del personal… debido a una queja de un paciente. La segunda de a bordo dijo: ‘Que aprendan que este es un hospital, y si se quejan, de por sí una queja más o una menos qué importa’. Fue una noche terrible”, se lee en algunos de los mensajes.
Ciertas personas sienten gusto al abusar de un carguillo, pero los turnos extras para aumentar el salario, la existencia de acompañamiento o no, las jefaturas, la dignidad, los retos psicológicos de trabajar en el campo de la salud, la enfermedad y la muerte, etc., lejos de descargar, iluminan la ruta por donde corresponde actuar.
Nótese que no incluí el recargo que implica, por ejemplo, llenar la famosa sábana ni otras tareas que deberían hacerse en pocos minutos porque, para mí, no es traducible en maltrato.
No solo ocurre en la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), aunque es obvio que en hospitales, clínicas y Ebáis adquiere dramatismo por lo que está en juego.
Mucho antes de que una película nacional mostrara a una mujer en la ventanilla de la Dirección General de Migración y Extranjería comiendo papaya y tiranizando al ralentí a quienes tenía enfrente, varios de ustedes y yo sabíamos que las instituciones están llenas de gente como ella. Por eso, la escena es, quizás, una de las más populares de la producción.
Laberíntico
Mi primer recuerdo de ese universo paralelo —donde no pasa nada si te atienden mal— es de niña, pero entonces no sabía que aquello era incorrecto. Ya estaba al corriente cuando tuve que hacer el trámite para un reconocimiento escolar: pagué y me dijeron que pasara a la ventanilla número tres donde, al llegar, vi al líder sindical que, tras años de gestión política, volvía a su cargo habitual en la universidad. ¡Toda su responsabilidad consistía en quitar la grapa de un par de hojas y poner un sello en la última página!
Mucho antes de eso fui embrujada por el laberinto del Archivo Nacional, donde la burocracia —tan bien descrita por el sociólogo alemán Max Weber, tanto en su tipo ideal como en su versión deteriorada— se presenta con una fuerza alucinante: entrar, saludar sin obtener respuesta, recibir instrucciones a regañadientes, esperar un número en una pantalla, llegar a la ventanilla, caminar hacia otro departamento, esperar otro número para otra ventana, sortear la maraña que conduce a la próxima pantalla con otro número. Y así ad infinitum, pues se sale con la promesa de que al regresar en un par de semanas se obtendrá el papel.
No nos tratan incorrectamente solo debido a los trámites enredados, interminables y ridículos. Es también la mala cara, el gusto por decir que no o retrasar un trabajo. Es sentir alegría por lo incorrectamente tramitado, las ínfulas de grandeza y la creencia en que nos están haciendo un favor.
A veces, esa gente no tiene que hacer, por tanto, pasa el día hablando por teléfono sobre asuntos personales, viendo las redes sociales o catálogos de productos de venta por encargo. Supongo que llegan a acostumbrarse y les molesta cuando tienen trabajo.
Claro que no faltan quienes laboran intensa y productivamente, gente ética que si no tiene que hacer busca oficio. En otra palabras, un grupo de personas que no atienden con desidia.
La burocracia viene en franco deterioro a causa de, entre otros aspectos, los sindicatos, organizaciones fundamentales para mantener los derechos laborales cuando surgió el capitalismo, pero se volvieron agrupaciones cuyas demandas atentan, en ocasiones, contra la población y el Estado social, como lo mostró el Ministerio de Educación en estos días.
Empresa privada en el mismo saco
El pesimismo llega al tope cuando sumamos a las empresas privadas: desde el punto de vista del “servicio al cliente”, es notorio que cada día cuesta más distinguir si nos están atendiendo en una institución o en una empresa.
Colada en el campo privado, esta calamidad hace que nos cueste más encontrar compañías donde nos atiendan sin que nos atormenten. Empleados de supermercados que se comunican a gritos o a los que hay que darles campo cuando una se los encuentra en los pasillos; farmacias donde acomodan primero un puño de papeles y luego atienden al cliente; restaurantes que demoran 24 horas para responder una consulta efectuada a través de una red social; almacenes que martirizan a la compradora antes de aplicar la garantía.
Las notas de agradecimiento publicadas en distintos medios son la prueba de cuánto escasea la adecuada atención. Estamos frente a un síntoma cultural, es decir, la apatía por el esfuerzo de hacer lo que corresponde lo mejor posible.
Como país, hemos venido desarrollando una cultura de la tolerancia a la mala atención, asociada al hecho de que nos cuesta decir las cosas de frente y, en el caso de las mujeres, si lo hacemos seremos tachadas de violentas, amargadas o conflictivas cuando somos asertivas.
La aceptación de la grosería está relacionada con la cultura del igualitico y el pobrecito, que encuentra justificación para la dejadez y la saña contra el prójimo, y se niega a aceptar la jerarquía. Y con esa viveza tan costarricense de dejar pasar hoy —que alguien se cuele en la fila del cine, adelante en falso, soborne al guarda— para que mañana se le perdone a él también. Pero con la autoindulgencia de creernos mejores que nadie negándonos a la crítica.
A los empleados que han secuestrado las instituciones públicas y empresas para convertirlas en castillos kafkianos, debemos recordarles “quién manda en el barrio”, como Eugenia María Cartín, quien dejó para la posteridad que está bien enojarse y demostrarlo si con ello se pone en su lugar a quien se lo merece, y decir, como los angloparlantes, enough is enough!
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.