El artículo de Jorge Woodbridge “¿Qué nos dice el presupuesto nacional?” (2/12/2022) es rico en contenido estadístico, pero sus interpretaciones y conclusiones me parecen que serían más integrales si tomara nota de los protocolos normativos originales y obligatorios que todos deberían seguir en el juego nada desdeñable de gobernar, legislar, fiscalizar y exigir cuentas como Dios y la patria demandan.
Omitir tales bases fundacionales de nuestro Estado de derecho nunca aporta diagnósticos integrales y, de paso, es lo que precisamente nos condujo a la situación fiscal desequilibrante que él denuncia.
Primero, sugiere un “sistema nacional sobre la inversión pública” regido por el Mideplán. Que yo sepa, ya existe. Cuánto ha incidido en el “aumento del impacto social y económico” del país, como pregunta, es algo que debería estudiar a fondo en las propias fuentes del Ministerio, pero teniendo presente que una de las mayores debilidades de la planificación del desarrollo es que, aun cuando se cuenta con una ley visionaria y excelente desde 1974, como la 5525, los presidentes la ningunean al igual que al Mideplán.
Este ministerio insiste en formular planes nunca fundamentados en el modelo de país según la Constitución y las leyes, y, por ello, siempre son muy endebles y ambiguos, además de alambicados en sus indicadores evaluativos.
En adición, ocurre que a la formulación del plan se le da un exiguo seguimiento y evaluación fácticos de ejecución, lo cual impide establecer responsabilidades puntuales por incumplimientos de ministros y presidentes en su carácter de jerarcas y, como poder ejecutivo, en cada ramo o sector, de las autónomas bajo su mando político.
Este es el factor que más ocasiona la ineficacia real de tales planes y, por ende, del desarrollo del país. O sea, la plena comprensión de este fenómeno de creciente ineficacia del sistema institucional en su conjunto exige reconocer las aún más escalofriantes causas sociopolíticas y jurídicas detrás de esas estadísticas presupuestarias.
Segundo, la política pública que dé directrices, pero respete las autonomías, que Jorge sugiere, es asunto diáfanamente regulado desde 1978 en la Ley General de la Administración Pública (6227), pero debido a la falta de avidez académica en partidos políticos y Contraloría y, sobre todo, en legisladores obligados a conocerla para exigir cuentas integrales por el incumplimiento, el sistemita no ha funcionado, a pesar de que todos juran el 194 de la Constitución.
Plan de gastos
Tercero, la máxima transparencia que el analista recomienda para “combatir la corrupción, establecer prioridades y promover la capacidad organizativa” está claramente configurada en esas dos leyes, pero se consolidó en la número 8131 del 2001, sobre presupuestos públicos.
Competía al Mideplán, Hacienda y la Contraloría reglamentar conjuntamente esta última, pero no se hizo con la visión conceptuosa e integral, ni con la exigibilidad continua que se requería. La correcta y articulada reglamentación que debían incluir también las leyes 5525 y 6227 sigue, a mi juicio, esperando que persistentes analistas como Jorge reconozcan esas grandes omisiones que nos mantienen en un constante estado de zozobra colectiva, aun cuando los gobiernos están obligados a ser de excelencia.
Cuarto, el gasto público sí puede ser recanalizado hacia niveles que cumplan mejor con los objetivos legales de toda institución sin la recurrente excusa de que “hay muchas duplicidades” o “muchísimas instituciones”.
De hecho, el éxito directo de materializar el artículo 50 de la Constitución recae en menos de 50 instituciones, entre ministerios y autónomas (nunca en 320, como tantos creen a partir de la muy distorsionada clasificación del Mideplán) aglutinados en 12 o 13 sectores de actividad que dependen del mando político inexcusable de cada poder ejecutivo.
Entiéndase también que, en educación, salud, agricultura, vivienda, ambiente, transportes y obra pública, seguridad social, pobreza, etc., se depende mayormente de funcionarios asalariados para las obligadas prestaciones al habitante. Todos estos campos de desarrollo son mejorables con los mismos recursos existentes, si se pensara en elevar y saber cómo hacerlo con la ciencia autóctona correcta, su calidad o eficacia.
Recursos no faltan
Se requiere solamente ejercitar el tipo de visión y liderazgo político y gerencial movilizador del presidente, ministros, legisladores y fiscalizadores que las tres leyes referidas, basadas en la mismísima Constitución, imponen. Pero esto nadie importante parece reconocerlo y exigirlo, y menos los partidos políticos. Alternativamente, he afirmado siempre que la Contraloría por sí misma lograría el milagro si fiscaliza como debe.
Quinto, cuando Jorge y otros proponen “fusionar, contraer o cerrar las instituciones que no están produciendo bienestar a la sociedad”, les planteo una pequeña gran pregunta surgida de la revisión rigurosa que durante cuatro décadas realicé de tantísimos mandatos legales en todo campo: si una institución no logra resolver las necesidades que le dieron origen, ¿es porque cumplió a cabalidad con su ley pero esta fue tan pésimamente diseñada que los esfuerzos y recursos asignados simplemente se malgastaron? ¿O habrá sido porque la institución o instituciones asociadas se desviaron flagrantemente de su correcta misión legal?
En ambos casos, quienes debían vigilar nunca exigieron en tiempo real las inmediatas correcciones al Poder Ejecutivo. Además, si se elimina la ley o la institución por inocua, ¿satisfará ello mejor, en favor del gran ahorro presupuestario pretendido, las necesidades de las poblaciones objetivo que serían abandonadas al mercado —o a nuevos superministerios que nacerían henchidos de inoperancia y galopante corrupción— para que aquellas encuentren algún día la debida promoción de la producción y la justicia distributiva que el artículo 50 de la Constitución les prometió?
Sostengo que presupuestaria, tecnológica y humanamente, el Estado sí ha dispuesto de recursos voluminosos —incluida deuda pública— para reivindicar los derechos del habitante. La prospección pragmática para bajar a tierra el modelo del país al que me refiero es “confróntense y resuélvase estos problemitas de visión y gestión gubernativa según la partitura y protocolos constitucionales”, y tendremos la transparencia y disciplina política y burocrática necesarias para que el conjunto de todos los presupuestos públicos empiece a multiplicar los panes y los peces con mucha mayor eficacia y productividad. De paso, con una notable disminución de la corrupción político-institucional y civil que nos carcome. ¿Ingenuo? Para nada; pura ciencia.
El autor es catedrático jubilado de la UCR.