Viendo el documental Colonia Dignidad: una secta alemana en Chile, sobre un asentamiento fundado en ese país en 1961, vuelven a mí el miedo y las inquietantes preguntas acerca de qué somos capaces los seres humanos y bajo qué circunstancias.
Estas cuestiones han sido centrales en el desarrollo de varias disciplinas científicas y de numerosos estudios y libros, tales como «Nuestro lado oscuro: una historia de los perversos», de la psicoanalista de La Sorbona Élisabeth Roudinesco, o «El efecto Lucifer», del psicólogo emérito de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo.
Del documental sobre el asentamiento, me turbaron los terribles e imperdonables hechos narrados, pero también las declaraciones de varios colonos alemanes, quienes describen los horrores ocurridos en ese lugar a lo largo de varias décadas, con una distancia emocional alarmante, pues el caso es que, si bien muchos hombres fueron víctimas directas de Paul Schäfer, exmiembro de las Juventudes Hitlerianas que gobernaba la colonia, algunos de ellos actuaron como cómplices por omisión, junto con las mujeres que estaban relegadas al total servilismo.
Existen numerosas épocas en la vida de los seres humanos durante las cuales esa preocupante duda sobre hasta dónde podemos llegar se vuelve urgente, entre ellas, las más de tres décadas de impunidad de quienes violaron a los niños y efectuaron las torturas políticas en la mal llamada Colonia Dignidad.
Nuestro pasado está lleno de atrocidades sistemáticas cometidas por la gente contra la gente, como está hartamente documentado. Nuestro presente, sin embargo, también nos pone a merced de los demás: durante casi dos años hemos estado viviendo uno de esos períodos debido a la gente convertida en kamikaze de la salud.
Veo las fotos y videos de quienes se manifiestan —en las redes sociales o en las calles— contra las vacunas anticovid-19, y me quedo perpleja, sin creerlo hasta que lo repaso. Sus mensajes son, metafóricamente, para morirse de la risa o, si el sentido del humor no nos auxilia, para entrar en sentimientos trágicos y desesperanzadores.
Viva el dióxido de cloro, no más vacunas, a mis hijos no, con los niños no se experimenta, el mal triunfa porque los buenos no hacen nada, desobediencia contra la vacuna anticovid-19, cuál pandemia, libertad, dictadura sanitaria, seamos libres, no vacunas forzadas, mi cuerpo mi decisión, por la autodeterminación, no hay pandemia, Mengele Salas (conocido como el Ángel de la Muerte, Josef Mengele fue un médico nazi célebre por sus experimentos asesinos en el campo de exterminio de Auschwitz), no a la obligatoriedad, nacemos libres y hoy nos lo quitan, en mi cuerpo mando yo... son algunos de sus orates eslóganes.
LEA MÁS: Líder antivacunas colaboró con Rescate Nacional en violentos bloqueos del 2020
Asimismo, se recurre al uso de la bandera costarricense, a imágenes del ministro de Salud y del presidente de la República disfrazados de Hitler o con armas en las manos, junto con la frase «Homicidas bien pagados», Pfizer escrito con signos de dólar, etc. Además, en sus protestas, profieren una mezcolanza de consignas y escuchan música que evoca las décadas de los sesenta, los ochenta y la actual, en una muestra dramática del sinsentido que nos aplasta en nuestros confusos días.
Contrario a lo que dictaría el prejuicio, entre quienes forman parte de ese movimiento hay de todo: personas sin estudio, con doctorados, creyentes y ateas, místicas, de izquierda y derecha, saprissistas y liguistas, con empleo y sin él, pobres y ricas, heterosexuales y gais, carnívoras y veganas.
Habrá quien se opone a la vacuna por oportunista: ve la ocasión de hallar un poco de sentido a su vida y, pues, ¡lo hace! Por amargura con la vida que tiene, tal vez se trate de ese tipo de seres humanos cuya aspiración es lograr cosas por las cuales no estén dispuestos a trabajar.
El odio es la gasolina que echa a andar su vida: odian cualquier cosa y disfrutan destruyendo porque así producen más odio, más gasolina. Porque envidian el éxito o nombramientos ajenos: pongamos como ejemplo los de un ministro o un presidente. O porque viven con el resentimiento y el duelo petrificado de pasadas revoluciones que no lograron cristalizar. Y bueno, ¿por qué no?, tal vez a una gran parte la mueve la estupidez.
LEA MÁS: Grupo antivacunas pretendió intimidar a rector de UCR con denuncia penal falsa
Desde mi punto de vista, aquello de lo que somos capaces no es una cuestión religiosa —la lucha entre el bien y el mal— sino un asunto ético. La distinción es fundamental, pues si lo dejamos en el terreno de la religión no tendríamos más que seleccionar, separar y agrupar en dos bandos, sin posibilidades de analizar, dejando el problema en la conciencia de cada quien.
Pero si lo enfocamos desde el punto de vista ético, se le reconoce el carácter universal que tiene —en este caso, el derecho a la salud— y se mantiene abierta la discusión sobre quiénes son y qué nos dice su oposición a protegerse y protegernos contra el virus, y, algo esencial, qué los mueve a romper el pacto social tácito de no dañarnos.
Entonces, pensemos en esto: partiendo de que todas las personas sienten rabia, envidia, frustración y sentimientos de fracaso —aunque ciertamente algunas con más frecuencia e intensidad que otras—, es un hecho que no todas hacen algo destructivo contra otras personas o un país movidas por tales sentimientos.
Lo que nos impide actuar es lo mismo que nos conduce a sentir tanta incredulidad frente a las protestas de los antivacunas. Ese algo es un límite ético que torna imposible realizar lo que sea sin antes reflexionar en el daño de la acción.
El temor se cura con conocimiento. Esta frase, leída por última vez en el muro de Facebook del virólogo Christian Marín Müller (dirigida a la gente que teme a las vacunas), acompaña en el miedo de sabernos compartiendo el mundo con personas que no quieren manejar con cierta discreción su ira destructiva: el temor se cura con conocimiento.
La autora es catedrática de la UCR.