Esa fue la contundente respuesta, acompañada de unos tiros, que le descerraja el joven poeta al prepotente general que le exige rendirse. Dentro de la casa de seguridad del Frente Sandinista, enfrente del Cementerio Oriental de Managua, están tres valientes con escasos veinte años a cuestas, precariamente armados y sin mayor formación militar, víctimas de un miserable delator del barrio. Afuera, más de 200 guardias somocistas armados hasta los dientes, apoyados con tanquetas Sherman y una avioneta que en vuelo rasante ametralla la casa una y otra vez. El desigual combate comienza al mediodía del jueves 15 de enero de 1970 y dura cuatro horas. Termina con tres idealistas chavales despedazados por las balas.
El imponente grito de Leonel Rugama, joven idealista de grandes espejuelos y cara de niño, quien deja el Seminario por las “catacumbas” –como califica la lucha clandestina contra la tiranía somocista– retumba aquel día en buena parte de su país y se convierte en una potente consigna de lucha contra el régimen. Anastasio Somoza es el responsable. El dictador decide transmitir el enfrentamiento por televisión, “en directo”, con la obvia intención de enviar una atemorizante advertencia a sus enemigos.
Hace cinco décadas, como ahora, varias televisoras son propiedad del gobernante de turno. Entonces de los Somoza, ahora de los Ortega Murillo. Aquella mañana de enero de 1970, el dictador, sin imaginarlo, y mucho menos quererlo, inmortaliza una frase que inspira a decenas de miles de hermanos nicaragüenses hasta la caída de la dictadura en julio de 1979.
Buen alumno. Pero algo sí ha cambiado. El Ortega de hoy aprendió la lección del Somoza de ayer. En vez de utilizar sus canales de televisión para transmitir la brutal represión, en los primeros días de las protestas a mediados del pasado abril, Daniel Ortega impone la censura y cierra medios de comunicación –desde el Canal 100 % Noticias hasta el de la Conferencia Episcopal– con la pueril intención de ocultar la barbarie de la Policía y de las turbas sandinistas que brutalmente reprimen y asesinan a los manifestantes. Los únicos canales al aire y de espalda a lo que sucede en las calles son los cuatro que controlan los hijos de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Sin embargo, medio siglo después, ante las torpes declaraciones de Murillo, primero, y las tardías y vacuas de Ortega, que no hacen más que aumentar la indignación popular, reaparece en pancartas y redes sociales, en grafitis y consignas de los manifestantes, el valeroso grito de Rugama.
La inolvidable frase vence el tiempo. Vuelve a motivar a decenas de miles en las calles de Nicaragua en este inolvidable abril que marca un antes y un después. La violencia no los asusta, no los rinde. Es un cambio sin retorno. Desde Managua, León y Granada, hasta Rivas, Masaya y la brava Estelí de Leonel.
Los hermanos nicas vuelven a la lucha que tan pocas pausas ha tenido en 200 años, por una patria democrática, justa y sin castas. Y ese maravilloso pueblo, “violentamente dulce” como lo describió Julio Cortázar, no se queda en habladas…
El hartazgo. El 21 de abril, tres días después del inicio de todo, extrañado por lo que veo en diarios y noticiarios, le lanzo varias preguntas seguidas a mi colega y amigo Carlos Fernando Chamorro procurando entender el ciclón de acontecimientos que en horas y espontáneamente desbarata la realidad nicaragüense. Carlos me resume todo en solo una palabra: hartazgo.
Los aumentos en las contribuciones de trabajadores y patronos al casi quebrado Instituto Nicaragüense de Seguridad Social y la deducción del 5 % a las paupérrimas pensiones de los retirados fue simplemente la gota que rebosó el profundo pozo de injusticias acumuladas durante una década de dictadura institucional, de rampante corrupción, fraudes electorales, represión de protestas pacíficas, partidos políticos títeres, empresarios convertidos en socios del poder, la total sumisión de los poderes del Estado, la incapacidad de gobernar y las apremiantes injusticias sociales. El pueblo, simple y llanamente, se hartó.
Pero al hartazgo se sumó la rabia cuando la Policía mata en los primeros días a 12 manifestantes –también se reporta un policía muerto– y, solo dos semanas después, el número de muertos asciende a casi 50, y por centenares se cuentan los heridos y detenidos. A las dos marchas de la última semana, llegan centenares de miles de ciudadanos. El régimen de Ortega y de su esposa, cada minuto que pasa, queda más solo. Pero todavía controla la Policía y el Ejército. Aunque ya se habla de altos oficiales disconformes con el curso de los acontecimientos.
Poder y riquezas repartidas. Los hijos de la pareja presidencial manejan desde la Distribuidora Nicaragüense de Petróleo hasta cuatro canales de televisión (4, 9 y 13, que son de su propiedad y controlan el 6, que es “estatal”), varias estaciones de radio y participan en todo tipo de negocios que van desde el fallido canal interoceánico hasta fábricas de zapatos, un satélite chino o una red de telefonía celular. Algunos, de la forma más obscena, exhiben su riqueza en un pueblo donde dos de cada cinco ciudadanos sufre la pobreza.
Con todo tipo de componendas, la dupla Ortega-Murillo maneja a su antojo el Poder Legislativo, el Judicial y el Consejo Supremo Electoral. Este último, dirigido por uno de los hombres más cuestionados por corrupción dentro y fuera de Nicaragua, Roberto Rivas, considerado el hijo adoptivo de monseñor Miguel Obando y Bravo, quien, en los últimos años se ha sumado a la burda opereta del régimen. Pero muchos otros sacerdotes, con el arzobispo Leopoldo Brenes y el obispo Silvio José Báez a la cabeza, se han comportado admirablemente, abriendo los templos para proteger a los manifestantes, marchando junto al pueblo y denunciando las atrocidades.
Mención aparte merecen los dueños de importantes capitales nicaragüenses. Uno de los más vergonzosos compañeros de viaje del régimen son buena parte de los grandes empresarios que con un inescrupuloso cortoplacismo y un impúdico afán de ganar todo el dinero que puedan –y más– se asociaron sin reservas al poder político para lograr todo tipo de privilegios y fraguar toda suerte de negocios a puertas cerradas con el poder político. “Las misas negras” que denuncia Carlos Fernando Chamorro. Con esta indecorosa alianza se convierten en cómplices de abusos y delitos que no pueden quedar impunes. Por supuesto, ya algunos, con el mismo oportunismo con el que se montaron, comienzan a saltar del barco que naufraga.
La ayuda en rabioso efectivo y los millones de barriles de petróleo casi regalado proveniente de Venezuela –“cooperación” estimada en $4.000 millones– le da oxígeno al sistema y a los bolsillos de los Ortega Murillo. Pero la válvula se cerró. A esto se suma la profunda crisis fiscal, la corrupción y el torpe manejo del Estado que tiene quebrado al país.
Ahora, para completar la tormenta perfecta contra el régimen, el pueblo pierde el miedo, indignado y decidido toma la calle y exige que se vayan Ortega, Murillo y sus cortesanos, y acabar así con la corrupción, el nepotismo, las odiosas desigualdades, los fraudes electorales y la cooptación del Estado.
Ante la represión y la amenaza revive el formidable ejemplo del hijo de un carpintero y una maestra del Valle de Matapalos. Como le respondió al guardia somocista en 1970, hoy le repite al guardia orteguista: “¡Que se rinda tu madre!”.
Mayo será crucial. Cientos de miles de nicaragüenses están decididos a que la muerte de Leonel Rugama –y la de tantos otros durante tantos años– no siga siendo en vano.
El autor es periodista, director de Telenoticias de canal 7.