El escándalo mediático que ocasionó el “¿Por qué no te callas?” que le espetó el entonces rey de España Juan Carlos, en noviembre del 2007, al presidente de Venezuela del momento Hugo Chávez, se dio porque se trataba de una rara avis de la política. Sobre todo, por el tono de prepotencia con el cual fue pronunciado, como de arriba hacia abajo.
El bullicio se debió, en parte, a que de alguna forma, al hacerlo, el rey “mujereó” al presidente, lo ninguneó, lo humilló.
A las mujeres nos callan todo el tiempo de muchas formas, en todos lados, a toda edad. Pese a que muchas, por supervivencia, no lo advierten.
También, porque tenemos un largo entrenamiento en enmudecer, hablar con un hilo de voz o aniñadamente, en corregirnos a nosotras mismas, en pedir perdón y en desacreditar anticipadamente lo que vamos a decir: “Seguro es una tontera, pero…”, “tengo un aportico que hacer”, “no es nada, pero...”, “perdón que me meta, pienso que...”.
Empieza desde niñas, con el arréglese el pelo, cierre las piernas, no sea gritona, baje del árbol, no juegue con los chiquillos, espere su turno, no hable tanto, juegue con cocinitas, Barbies u unicornios rosados, llegue temprano, limpie el piso, sírvale a su hermano.
La filósofa española Celia Amorós ha discurrido largamente sobre el problema, vertiendo luz sobre cómo nuestra cultura se ha fundado y desarrollado a partir de un logos (término griego que se traduce como razón o discurso), considerado inherentemente masculino.
Aún vivimos en una sociedad donde los sonidos que salen de un cuerpo de sexo femenino causa sospecha adelantada. Por el contrario, la oposición a la palabra de un hombre nunca será a causa de su sexo.
A nosotras, nos dejan a un lado como estudiantes, trabajadoras, ciudadanas; en el kínder, en la primaria, en el colegio, la universidad, el instituto, en la empresa, en el Ebáis. También en nuestros grupos sociales, en la política, los amigos, la familia.
Callan a “amas de casa” y a médicas, a entrenadoras de fútbol y a juezas. Cualquier mujer puede ser callada con poderosas, cotidianas, sistemáticas y normalizadas etiquetas: “acelerada”, “intensa”, “agresiva”, “histérica”, “falta de paz o de (otra cosa)”.
Entrenadas y corregidas
El éxito de nuestro entrenamiento se nota en las caras de las mujeres que miran hipnotizadas cuando los hombres hablan, asienten con la cabeza compulsivamente todo lo que dicen, les prestan el oído sin límite de tiempo, les desocupan la mesa, los prodigan con enormes adjetivos que los hacen sentir bien consigo mismos: “¡Qué interesante!”, “¡Gracias por contármelo, no sabía!”, “¡Qué bárbaro!”, “¡Grandioso!”.
Alabamos a colegas, parejas, hijos, pares, taxistas, amigos, desconocidos. Todas las mujeres hemos recibido una educación de la que generalmente no somos conscientes, que la filósofa Amelia Valcárcel llama la ley del agrado. Nos enseñan a ser agradables para satisfacer al otro, aprender a adelantarnos a sus necesidades, a quedarnos en silencio y evitar desafiarlo.
Romper esa educación, teniendo expresiones propias, activa el protocolo de supresión. Nos explican lo que ya sabemos, nos dicen cómo hablar, cómo escribir y sobre qué temas y hasta cuándo es oportuno.
“Escriba sobre esto”, “le faltó decir esto otro”, “yo lo habría enfocado así”, nos dicen conocidos y desconocidos sin sonrojarse.
Puede callarnos cualquiera, de varios modos, pero los dos favoritos son extender el brazo hacia la que habla y abrir la palma de la mano, poniéndosela frente a la cara. El otro es, simplemente, no mirarla cuando habla.
Pero también cuando se interrumpe, se dice que no es el momento, que eso no es lo importante, que más adelante llegará la hora de hablar. Del mismo modo, no deja de ser común atribuir nuestra idea a un hombre.
A costa de las mujeres
En la cultura misógina que vivimos, Ana de Miguel, en su libro Ética para Celia, hace una petición directa a los hombres para que “de una vez adopten la posición moral de ponerse en el lugar de las mujeres”.
Es tan importante que hicieran eso porque el cambio cultural no puede darse sin la alianza de ellos. Tendrían, en primer lugar, que escuchar lo que decimos, sin enojarse porque lo hagamos así, de forma directa, como en esta columna, y estar dispuestos a soltar las prerrogativas que tienen solo por ser hombres.
“Subirse en nuestros hombros y anularnos para desarrollar sus capacidades estéticas, filosóficas, científicas, culturales, ¡de aventuras!, lo han hecho todo a nuestra costa”, asegura De Miguel.
Esto se traduce en que algunos no lo lograrían si no fuera a nuestras expensas. El compadrazgo que permite a muchos entrar, con una rápida mención del último partido de fútbol o de la última mujer con la que se acostaron, es el mismo que deja por fuera a muchas que nunca participarán en la verdadera reunión, generalmente realizada en el bar o en el restaurante, off the record.
Por eso, insiste la filósofa, “tenemos que volver todos a nuestro tamaño. Que se bajen ya de nuestros hombros. Que nosotras recuperemos nuestra altura”.
El cambio cultural también debe pasar por el rompimiento del mandato de ser queridas, aceptadas y de gustar.
Por el hecho de que el estatus moral se empareje más, de manera que ser una nasty woman sea lo mismo que ser un hombre desagradable.
El adiestramiento para no incomodar es producto, y produce a la vez, la identificación del logos con lo masculino, que ha sido una vía eficaz para dejarse los espacios de mayor poder y repartirlo a sus anchas espaldas plateadas, como vimos en las negociaciones antes del 1.° de mayo.
Pero la treta no busca solo que estén ellos, sino también excluir a las mujeres, un deseo que se vuelve más fiero cuanto mayor poder esté en juego.
Mujeres desafiantes
No olvidemos que el club de chicos, como lo llama De Miguel, siempre admite a una o dos mujeres a cambio de que no alteren el orden y de que cuenten como cuota para cerrar la puerta a todas las demás.
Cuando una mujer habla para opinar, denunciar u oponerse está desafiando la ley del agrado. Por eso tantos se enojan, como vemos en el mundo de la política.
Por eso las universidades públicas son uno de los lugares donde más se nos silencia, porque ahí se juega el poder del conocimiento.
Por eso la Asamblea Legislativa es otro, porque concentra una gran cantidad de poder político. Algunas lo hacen, se desvanecen, asienten y llenan de halagos a su líder. La mayoría no.
Ahí están Kattia Cambronero, Montserrat Ruiz, Vanessa Castro, Gloriana López, Luz Mary Alpízar, Dinorah Barquero, Gloria Navas, Marta Acosta, Kattia Rivera, Olga Morera, Sofía Guillén, Laura Chinchilla, María Marta Padilla, Rocío Alfaro y demás mujeres desafiantes que continúan hablando y respaldando a otras que también apoyan.
Ahí están también los lazos morados que desfilaron en señal de protesta el 2 de mayo en la Asamblea Legislativa, al estilo de un golpe de mesa colectivo que anuncia el surgimiento de una resistencia férrea.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.