Hasta hace poco, el país parecía estar superando nocivas fracturas del pasado. El TLC con Estados Unidos se normalizó tras el referendo del 2007, al igual que la apertura económica. El gobierno del PAC ajustó sus ampulosas posturas de cambio al tener que “bailar” con las complejidades del poder. La política parecía estar fluyendo desde choques irreconciliables sobre el “qué” a la necesidad de acuerdos sobre el “cómo”. Y los diferenciadores ideológicos comenzaron a acercarse; sus extremos, a debilitarse.
Las últimas elecciones lo reflejaron: en el polo izquierdo, el Frente Amplio cayó a su mínimo normal; en el derecho, el Movimiento Libertario se hundió en la nada. Todo esto ha sucedido sobre la base de grandes consensos nacionales (reales o retóricos), centrados en la tolerancia, el respeto, la separación entre lo íntimo y lo público, la solidaridad, el equilibrio, la equidad y la primacía incuestionada del derecho nacional e internacional.
Pero en la trastienda sociocultural, identitaria y emotiva se estaba cocinando una fractura mayor: la generada, desde la marginación y la desesperanza de amplios sectores, por una mezcla de simplismos, manipulación, prejuicios y el uso de la religión y el miedo como inductores de acción política. La candidatura de Juan Diego Castro fue un amago de todo esto; el paso de Fabricio Alvarado a la segunda vuelta, un descarnado clímax.
Hoy nos enfrentamos, como sociedad, al riesgo de un posible presidente que reniega de compromisos jurídicos, irrespeta el ámbito de la intimidad, levanta la bandera de los fundamentalismos, carece de una visión de Estado, desdeña la complejidad de la acción pública y reduce a los marginados al papel de dóciles seguidores, no sujetos de derecho.
Por esto, cometen un grave error los dirigentes políticos o económicos que ven un posible gobierno suyo como un cascarón vacío que podrían llenar y controlar con cuadros propios y una posible “supermayoría” legislativa, para desde allí impulsar diferentes objetivos. Quienes así creen olvidan que el gran debate de hoy no se reduce a opciones políticas, económicas, sociales o institucionales. Se trata de algo mayor y más profundo: el posible retroceso o desplome de los bastiones de nuestra convivencia, sin los cuales de poco valdrá el resto. No es un juego de chapas, sino de valores.
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