El fin debe ser equiparar las condiciones entre los actores de la llamada “economía colaborativa” (que a veces no es tal) y quienes operan, en los mismos ámbitos, bajo regulaciones estatales tradicionales. Y no se trata de introducir a los primeros en las camisas de fuerza de los segundos, a menudo disfuncionales. Lo que urge es definir reglas nuevas, modernas, justas y con capacidad evolutiva. El caso de Uber podría servir como un laboratorio para lograrlo.
Uber –al igual que Airbnb en hospedaje–, más que un real modelo de economía colaborativa, en el que “iguales” intercambian bienes y servicios a partir de su interconexión, es una plataforma centralizada de intermediación, que impone sus reglas a los participantes. Entre estos no solo están los que sirven casualmente para obtener ingresos extra. Cada vez son más quienes dependen del servicio para vivir, como propietarios de sus vehículos u operarios de aquellos que otros poseen y les alquilan bajo arreglos informales y a menudo precarios.
Con los taxistas ocurre algo similar: algunos son propietarios de su placa y vehículo, pero muchos fungen como empleados solapados de quienes, rentistas del monopolio, han acaparado placas y los subcontratan informalmente, con igual o peor precariedad que en Uber.
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Los taxistas, amarrados a su obsoleto statu quo, han descuidado el servicio en perjuicio del usuario. Uber, más ágil y deseoso de dominar el mercado, privilegia a los usuarios con desdén por los operarios. Cómo hacer que en estos y otros casos posibles converjan calidad de servicio, protección laboral, competencia, tributación, prestaciones sociales y seguridad, es la tarea impostergable. Hay que asumirla con visión de futuro porque la disrupción de los mercados tradicionales de bienes, servicios y trabajo no cesará.
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@eduardoulibarr1
Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).