La primera elaboración conceptual de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte-IDH) sobre la libertad de expresión se produjo en noviembre de 1985, en respuesta a una opinión consultiva planteada por el Estado costarricense.
En ella, sus jueces dispusieron, por unanimidad, que la colegiación obligatoria de periodistas, al establecer límites para la búsqueda y difusión de informaciones, era incompatible con el artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos.
Para fundamentar su criterio, sentaron una serie de principios que desde entonces se convirtieron en una suerte de gran manantial o piedra de toque para el desarrollo de su jurisprudencia en materia de libertad de expresión.
Su fallos en casos contenciosos, el primero de los cuales se produjo en el 2001, se han nutrido de lo establecido en esa opinión consultiva, pero cada vez han ampliado y profundizado más las garantías y protecciones para la libertad de expresión.
La sentencia en el caso Moya Chacón y otro vs. Costa Rica, emitida en mayo de este año, pero dada a conocer el pasado martes 6, es un eslabón más de esa virtuosa tendencia. A la vez, incluye elementos de singular importancia.
Trayectoria progresiva
Para aquilatar la trascendencia de esta última sentencia, debemos partir de principios esenciales que, a lo largo de los años, ha desarrollado la Corte. Los principales son los siguientes:
1. La relación indisoluble y mutua entre democracia y libertad de expresión. La práctica plena de ella es consecuencia natural del ejercicio de la democracia y la vigencia del Estado de derecho, pero también es una condición indispensable para que estos existan.
2. El carácter dual de la libertad de expresión, es decir, su dimensión tanto individual como social. La individual, en palabras de la Corte, obliga a que “nadie sea arbitrariamente menoscabado o impedido de manifestar su propio pensamiento”; la social implica “un derecho colectivo a recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno”.
3. La indivisibilidad de la libertad de expresión. No contradice su carácter dual, más bien, lo refuerza, al postular que la libertad de expresarnos y hacer público lo expresado debe incluir, paralelamente, la de buscar y difundir información.
4. La necesidad imperiosa o restricción mínima a la libre expresión. Implica que sus restricciones o límites solo son aceptables si persiguen intereses públicos imperativos, son dictados mediante leyes de interés general, son proporcionales al interés que las justifica, efectivamente conducen a alcanzar el logro legítimo que se enuncia e interfieren lo menos posible en el ejercicio de la libertad de expresión.
5. El umbral de protección variable. De acuerdo con él, los funcionarios gozan de menor protección frente a las críticas, por muy severas —y hasta inexactas— que sean, que los ciudadanos privados.
6. La reproducción fiel, según la cual la difusión del pensamiento ajeno está amparada a la libertad de expresión, y quien reproduce no es responsable de las expresiones contenidas, siempre que estas sean de interés público.
7. La veracidad razonable: no se les puede exigir a quienes se expresan, en particular los periodistas que divulgan informaciones sobre temas de interés público, una precisión absoluta en sus informaciones, sino un estándar razonable de verificación.
8. La intencionalidad demostrada, porque no basta con cometer una ofensa o inexactitud en el ejercicio de la libertad de expresión para que se conforme un delito; debe demostrarse también la intencionalidad o dolo, factor subjetivo clave en el ámbito penal.
9. La incompatibilidad de los monopolios (públicos o privados) con la libertad de expresión. Su existencia es una limitación evidente al ejercicio de ella.
10. La exclusión de limitaciones previas, sean directas o indirectas. Abarcan la censura, pero también el uso de recursos indirectos para cercenar la libertad de expresión, entre ellos, la discriminación contra periodistas, la manipulación de la publicidad oficial o la erosión deliberada de las bases empresariales de los medios.
Salto cualitativo
La sentencia en el caso Moya Chacón y otro vs. Costa Rica no solo refuerza muchos de esos principios; también, amplía otros e introduce unos nuevos. Aunque parte de un caso vinculado al periodismo, sus implicaciones benefician a todos los ciudadanos.
Lo más novedoso de la resolución es que compele al Estado costarricense —y, por ende, a los otros 18 que reconocen la jurisdicción de la Corte—, vía sus instancias competentes, a seguir los estándares necesarios para proteger la libertad de expresión en la asignación de responsabilidades civiles de quienes divulguen informaciones u opiniones.
Quiere decir que, aunque se demuestre el daño causado a alguien por un contenido público, si este es de interés público y fue divulgado de buena fe, su eventual resarcimiento debe considerar parámetros diferentes a los de daños materiales.
“En caso de estimarse adecuado otorgar una reparación a la persona agraviada en su honra —dice el fallo—, la finalidad de esta no debe ser la de castigar al emisor de la información, sino la de restaurar a la persona afectada”.
Lo anterior es clave para evitar que, mediante el uso de la jurisdicción civil, se trate de ahogar a los medios y periodistas con pretensiones de compensación desproporcionadas.
Otro elemento novedoso es la forma tajante y explícita en que los jueces interamericanos defienden el derecho a la confidencialidad de las fuentes informativas, a las que califican como “piedra angular de la libertad de prensa y, en general, de una sociedad democrática”. Gracias a ellas se puede desarrollar de manera más sólida el periodismo de investigación, “con el fin de reforzar la buena gobernanza y el Estado de derecho”.
El fallo, además, dispuso que los tribunales o el Estado no pueden imponer a los periodistas el uso de determinadas fuentes, porque esto implicaría convertirse en editores y sería una forma de censura.
Vinculado a lo anterior, y en una ampliación de principios ya establecidos, también reconoce que, así como los comunicadores tienen un deber de constatar razonablemente los hechos que divulgan, también lo tienen a equivocarse, y no se les puede exigir una verificación “necesariamente exhaustiva” de estos.
Costa Rica y la Corte
Tras conocerse el fallo, el canciller, Arnoldo André, en seguimiento de una política de Estado, garantizó su aplicación. En Costa Rica, va más allá de respetar lo dispuesto a favor de los querellantes de la causa, experiodistas de La Nación. Implica que esta jurisprudencia se incorporará al derecho interno sin necesidad de decisiones adicionales, gracias al Convenio Sede con la Corte y a que la Sala Constitucional ha dado rango supraconstitucional a los tratados que, como la Convención, amplíen el ejercicio de los derechos humanos,
Otros países no gozan de estas ventajas o garantías; sin embargo, aun en aquellos bajo dictaduras o con poderes judiciales sometidos, la jurisprudencia de la Corte Interamericana establece referentes fundamentales. Y, en los Estados que reconocen su jurisdicción, también son obligatorios, al menos en teoría.
Gracias a este caso, al de Mauricio Herrera vs. Costa Rica, también impulsado por La Nación y resuelto en julio del 2004, y a las opiniones consultivas planteadas por nuestro Estado —sobre colegiación obligatoria y el derecho de réplica— Costa Rica ha sido, por acción u omisión, motivo para la generación de buena jurisprudencia que, además, ha tenido efectos tangibles. Es algo que debe complacernos.
En medio de tantas incomprensiones sobre el papel fundamental de la libertad de expresión o de limitaciones, agresiones y hasta asesinatos de sus practicantes más asiduos (los periodistas), esta nueva resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos es un fuerte soplo de aire fresco. También, de esperanza.
El autor es periodista y analista.