No hace ni dos meses murió Daniel. Así, sin apellido, y no por confianzudo, lejos estoy de serlo, sino por la lejana cercanía que nos unió en los últimos años y que me torna tan triste su partida. Han tenido que pasar unas semanas para atreverme a pergeñar esta nota y no sentirme como buitre cultural picoteando el cadáver de mi amigo.
Mis primeros recuerdos sobre él me remiten a mediados de los setenta, a uno de los primeros talleres de budismo zen organizados en Costa Rica, guiados por Philip Kapleau, el maestro norteamericano de linaje japonés, y con quien se vincula el actual grupo zen, con casi medio siglo de trabajo en el país. La plática y meditación fueron en el edificio del INS, y por ahí estuvo Daniel, igual que el poeta José Basileo Acuña. Este último llegó a apoyar las actividades de Kapleau de diversas maneras, incluso con algunas traducciones de poemas y cantos budistas.
Daniel fue cercano a don Pepe Acuña por su compartida anglofilia. Admiraba enormemente sus traducciones de Shakespeare. También tenían en común el gusto por la heterodoxia espiritual, aunque en el caso de Daniel, matizada con una buena cuota de escepticismo. Mientras que don Pepe fue un místico natural, un teósofo de hueso colorado, Daniel se asomaba a la cámara visionaria, tomaba unas cuantas bocanadas de aire celestial y volvía rápido a este mundo de emociones estéticas, de cuerpos, de psicología y de drama.
Gran dramaturgo. Después vienen años en que Daniel fue para mí sobre todo un nombre público de gran dramaturgo (el más alto que ha dado el país, según mi opinión) o de funcionario cultural o universitario de lujo. Aquellos años setenta y primeros ochenta fueron de oro para el teatro en Costa Rica, y Daniel era uno de sus alquimistas.
Si bien recuerdo haber visto en mi juventud su polémica obra La colina, tengo más vivas en mi memoria En el séptimo círculo o Punto de referencia. Su gusto por grandes actrices de la época como Haydée de Lev y Ana Poltronieri lo muestran como un director más de actrices que de actores.
Cómo entramos en mayor cercanía es algo que no tengo tan claro, me falla la memoria, y fue paradójico porque yo ya no vivía en el país. Dos libros míos fueron los que me llevaron a su órbita de atención: Faustófeles y, sobre todo, Espectros de Nueva York, cuya lectura lo entusiasmó tanto que una noche me escribió un larguísimo correo electrónico sobre este libro en que, generosamente, agrandaba sus virtudes y empequeñecía sus vicios. Supongo que el carácter más cosmopolita de esta novela contribuyó a que le gustara tanto.
A veces hablábamos por teléfono o nos enviábamos correos, y en mis viajes a Costa Rica me invitaba a su casa, ya fuera a la que tuvo en barrio Amón o a la de sus últimos años en San Isidro de Heredia, refugio de su vejez, una que no estuvo para nada separada de la actividad en la ciudad y de la atención al mundo cultural y literario, como lo muestra su activa participación en la Academia Costarricense de la Lengua.
Remembranzas. Es ahí, en su casa herediana, donde más y mejor lo recuerdo, sentados en la sala o en su jardín, conversando de lecturas recientes, de viejos tiempos en Estados Unidos, en Europa o en una Costa Rica ya idos, haciendo gala de sus conocimientos genealógicos, hablándome de mis familiares maternos de Cartago que nunca conocí y que él sí, pues este asunto de apellidos y linajes siempre le atrajo, con una autoconciencia de pertenencia familiar y nacional que extendía hasta la Colonia. Me mostraba álbumes de antiguas fotos y se engolosinaba hablándome de los fotografiados.
En la última década del siglo pasado, Daniel dio un giro a su creación artística y pasó de la dramaturgia a la novela. Decepcionado por las mutaciones del teatro local, decidió dejar las tablas y pasarse a las páginas de la novela, y escribió El pasado es un extraño país (1993), Punto de referencia (2000), Los días que fueron (2009) y La marquesa y sus tiempos (2014). Parece que hay una quinta novela, que dejó lista y próximamente se publicará.
De ese cuarteto, mis preferidas son la primera, verdadero ejercicio de nostalgia muy bien logrado, y la tercera, Los días que fueron, saga familiar que le sirvió para revisar la historia nacional, de una manera un poco idealizada para mi gusto, algo en la línea de lo que hizo Alberto Cañas en Los molinos de Dios (1992). En principio, según me había contado, en esa novela iba a trabajar sobre los diarios de su abuelo, el escritor Rafael Ángel Troyo, pero el proyecto narrativo se modificó y se estiró hacia atrás y hacia adelante, con lo que devino en saga.
En la segunda novela, trabajó asuntos cercanos a una obra de teatro del mismo nombre, y fue lo más cerca que Daniel estuvo –limitaciones de su generación– de abordar de frente asuntos relativos a la diversidad sexual, encarnada en un triángulo amoroso de dos hombres y una mujer.
El último título del cuarteto, La marquesa y sus tiempos, es interesante porque nos revela su versatilidad autoral y su aceptación de nuevos riesgos, pues no dudó en internarse en temas de la ciencia ficción, como el viaje en el tiempo, al servicio de una revisión de la historia nacional, en tanto empobrecimiento cultural y ético.
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Ganancia. Lo que el teatro perdió con el alejamiento de Daniel de sus foros, lo ganó la narrativa costarricense con su cuarteto narrativo, vertebrado siempre sobre un sentimiento nostálgico por un pasado patrio perdido y mejor. Sí, nostalgia es la palabra clave de su universo narrativo, aunque sus expresiones varíen, con un sentido de incomodidad ante un presente que no cumplió con lo que prometía, y que más bien tiene algo de abyecto y vulgar, cuando San José dejó de aspirar a ser un París chiquito y se conformó con encarnar un Miami de pacotilla. De alguna forma, es la manifestación literaria de la derrota del proyecto socialdemócrata del que él fue una de sus figuras culturales clave.
Ahora ya Daniel se nos fue y me quedan sus textos, sus recuerdos, fotos de la última visita a su casa de San Isidro, en las que veo su cara sonriente, su gesto amable, entre flores y libros, con su perro; también oigo sus observaciones finas e irónicas, sus comentarios inteligentes. Te fuiste, querido amigo, y, aunque, lejano, sigues cerca en mi corazón.
El autor es escritor.