“Es bueno que vivir como se piensa, que, de lo contrario, pensarás como vives”. Esas son palabras de don Pepe Mujica. Podemos sumar a Descartes con su “cogito, ergo sum” (pienso, por tanto, existo). Existe la tentación de decir: hasta aquí, las palabras.
No obstante, tomo palabras del filósofo español José Carlos Ruiz, para comprender la magnitud de esas palabras. Primero hay que pensar, tener los criterios claros, la jerarquía de ideas bien asentada, saber hacia dónde dirigirse, y, a partir de ahí, ser coherente con ese pensamiento. Después, echarse a andar.
Hoy, la opinión se confunde con el pensamiento, y el ruido reemplazó al argumento. Umberto Eco lo señala sin ambages: “Las redes sociales les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas… Es la invasión de los necios”. En tiempos en que la posverdad se ha convertido en moneda corriente, escribir sobre pensamiento crítico puede parecer un acto quijotesco, cuando no melancólico.
Opinión y pensamiento, en estricto sentido, no son lo mismo. En eso debemos estar claros.
Estaba en medio de la Semana Mayor, cuando me llegaron las notas del Duelo de la Patria. Imperdible herencia de Rafael Chávez Torres, especialmente en esas fechas. Internado en esa divagación, pensé en otro duelo para la patria: la pérdida –casi mortal– del pensamiento crítico, aún más, del espíritu crítico. Por eso me preocupa el estado actual de una de las capacidades humanas más nobles y amenazadas de este siglo: la de pensar por cuenta propia, y expresarlo.
Existen, hoy día, circunstancias que favorecen la pérdida del espíritu y el sentido crítico, y de su expresión por cualquier medio. Puede existir pereza mental, falta de formación para la vida cívica, ausencia de deseo por cambiar las cosas, y, muy probablemente, en la actualidad, un silencio forzado para no ser señalado, juzgado o excluido.
El autoritarismo populista, cargado de altisonancias, descalificación, juzgamiento injusto y retaliación ante toda expresión contraria, por medio de un chantaje ya no tan tácito, estimulan a no cuestionar, a dar por sentadas realidades difusas –cuando no falsas–. En lugar de confrontar el dogma dominante, muchos optan por la autocensura. La autocontención es, entonces, moneda de cambio para la pertenencia. Se calla para encajar, para sobrevivir.
Nos estamos acostumbrando a consensos fingidos y conformismos facilistas para no expresar pensamientos impopulares por miedo al aislamiento y el rechazo social: la espiral del silencio (Elisabeth Noelle-Neumann). Pero no solo el miedo acalla el pensamiento; también lo hace la resignación: la indefensión aprendida (Martin Seligman). Se renuncia al intento por cambiar la realidad debido a fracasos o represiones repetidas. Frases como “para qué opinar, si todo sigue igual”, o “mejor no meterse”, corroen los cimientos de una ciudadanía activa, terreno fértil para la siembra del autoritario.
De ahí que el autoritarismo no siempre se impone a la fuerza. Lo hemos visto entrar por las puertas que la misma democracia le abre, y lo hace disfrazado de voluntad popular. Líderes mesiánicos, arrogantes pero carismáticos, se presentan como redentores de “la gente” –a la que dicen pertenecer–, frente a una élite desalmada, a la cual, irónicamente, sí pertenecen.
Prometen soluciones simples a problemas complejos y, para ello, encuentran en la masa ávida de certezas. Pero el populismo autoritario es antiintelectual: desprecia el pensamiento crítico y rinde culto a la acción sin reflexión; bien lo advirtió Umberto Eco en Ur-Fascismo. Además, surge de la frustración individual o colectiva: ¿suena conocido?
Las redes sociales amplifican esta dinámica. En plataformas donde la brevedad es virtud y la polarización genera tráfico, el pensamiento pausado y matizado tiene pocas posibilidades de sobrevivir: la razón es reemplazada por la reacción. Asimismo, el pensamiento se convierte en performance, no en proceso; y el pensamiento crítico exige humildad intelectual y disposición a la revisión constante.
Paradójicamente, mientras más herramientas tenemos para informarnos, más desinformados parecemos. El cerebro humano prefiere las respuestas simples y rápidas, aunque sean erróneas, antes que el esfuerzo de cuestionar y verificar: el pensamiento crítico va contra nuestra propia biología. Pero no debe ser excusa: otras tantas construcciones sociales también lo están, pero son necesarias para nuestra (co)existencia.
Debemos educar para el pensamiento crítico, fomentando el espíritu y el sentido crítico. No una educación domesticadora, sino una que forme ciudadanos capaces de leer entre líneas, de detectar falacias, de argumentar sin vociferar. Que entrene para la duda metódica y no para la obediencia servil. Que privilegie el proceso sobre el resultado, y la pregunta sobre la respuesta. Igualmente, es crucial defender la libertad de expresión, y cultivar la valentía de pensar en voz alta, aun cuando duela e incomode.
Este réquiem no es un entierro; es una respetuosa llamada de atención. El pensamiento crítico está en cuidados intensivos, pero no ha muerto. Su futuro depende de que cada uno de nosotros decida: ser ciudadano libre, o siervo menguado irreflexivo.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
