Cada país tiene su estilo de personalidad populista contemporánea, que condensa de modo peculiar cierto perfil y modo de ser nacional. Pero, como vivimos un período de transición crítico en varias dimensiones, esas personalidades también se presentan ahora hipertrofiadas.
Argentina acaba de eructar la suya: el candidato más votado en las elecciones primarias del pasado domingo, Javier Milei. En cuanto a look, es un Carlos Menem, pero de la generación X, que conserva las patillas largas y gruesas, y cuyo estudiado corte de pelo lo asemeja a un integrante añejado de la banda de música juvenil de k-pop, BTS.
Como político, Milei también se tragó la píldora alucinógena de este nuevo final de los tiempos, que abunda hoy entre los sectores más insospechados de la sociedad. Por eso, de su boca solo brotan los discursos “anti” más rococó, es decir, aparentosos, pero sin sustancia.
Así, espeta arengas contra los partidos políticos en nombre de la democracia; por la eliminación del Estado en nombre de una presunta reivindicación de la teoría económica que haría caer la wig de la cabeza de Adam Smith; contra los derechos costosamente logrados por las mujeres a lo largo de la historia, lo cual no es más que una aburrida reedición de la misoginia típica.
La píldora le facilita soplar globitos al aire en la forma de realidades alternativas como prometer que “Argentina volverá a ser la primera potencia” y de peroratas anticiencia, antiacademia, antihistoria, antiética y antiinstitucionales, como sus ofrecimientos de eliminar los Ministerios de Salud, Educación, Trabajo, Obras Públicas, Ciencia y Tecnología, Ambiente y Desarrollo Social, entre varios más.
Es decir, que en esta transición en la que lidiamos —de nuevo— con sentimientos apocalípticos —porque una generación envejece y se acerca a su fin, porque no sabemos manejar el cambio climático, porque una pandemia desbordó a muchos países como no se conocía desde la Edad Media (pero el mundo y nuestra historia continuaron después de la Edad Media), porque mucha gente queda excluida de la revolución tecnológica y, con ello, del derecho a un empleo digno— la pildorita actualiza los discursos de demolición y resurrección que, de familiares, rápidamente comienzan a sonar viejos.
El tono profético, quemador de puentes, también nos es sabido. Tras las elecciones primarias en Argentina, Milei peroró: “No vine acá para guiar corderos, vine para despertar leones, y los leones están despertando”.
Propuso “un cambio de 180 grados”. “Que tiemble la casta política”, amenazó. Y, efectivamente, quienes entre los argentinos se creen leones salieron a votar por él.
¡Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, ruega, pues, por Argentina! Escuchándolo, yo solo pensaba: “¡Pobre Jesús! ¡Al menos en las primarias, también se fue en banda!”
Libertad y guillotina
Como expresara con entereza e impresionante profundidad la escritora y activista política Marie-Jeanne de la Platière —conocida como Madame Roland—, antes de ser guillotinada por el resentimiento social de los “sin calzoncillos” (sans culottes), es decir, de los jacobinos, poco después de la Revolución francesa, ha de repetirse hoy: “¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.
Porque, desgraciadamente, los sueños de opio —o el humo— que Milei trata de vender a sus compatriotas lo expele en nombre de la libertad.
Sin embargo, para Milei y los populistas contemporáneos, esta palabra, este valor tan importante, no significa en absoluto lo mismo que para Madame Roland, Adam Smith u otros luchadores por la democracia liberal como John Locke o John Rawls, o incluso para libertarios de verdad, como el filósofo Robert Nozick.
Para el candidato, se trata de la “libertad” del más fuerte y del terror del resto, para lo cual también recurre a fabricar sus discursos de superioridad “natural” y de guerra política a partir de una combinación de presuntas verdades de tipo biológico y de razonamientos fantásticos, pero falaces, como “si volvemos a abrazar las ideas de la libertad, Argentina volverá a ser una potencia (que, en realidad, nunca fue)”.
Igual de falaz es su argumento presuntamente liberal en cuanto al diferente derecho que tienen los hombres y las mujeres sobre la primera y más básica de sus posesiones: su cuerpo.
Así, afirma que los hombres tienen soberanía sobre el suyo y que por eso no se les puede impedir, por ejemplo, vender sus órganos. “Mi cuerpo es mi propiedad, ¿por qué no debería poder disponer de él?”, dice.
Pero este argumento desaparece cuando se trata del derecho de las mujeres al suyo. En este caso, recurre al salto lógico de afirmar que, en el derecho al aborto, “existe un conflicto de propiedad”, a pesar de que el cigoto de un embarazo únicamente es parte del cuerpo de las mujeres, donde puede desarrollarse y solo se convertirá, a su vez, en una persona con derechos a partir de su nacimiento o individualización.
No entraré en la retahíla de derivaciones absurdas que podrían desprenderse del pintoresco razonamiento mileiano, como que, por ejemplo, si un padre divorciado donó un riñón a un hijo enfermo, la madre podría reclamar su derecho de propiedad sobre ese hijo para exigir que tal odiado riñón sea extraído, porque no quiere que su propiedad se mezcle con los bienes del exmarido. Pero, como dije arriba, Milei es un candidato para tiempos de abismos.
¡Roarrrrr!
El llamado al despertar de los leones sin duda apela a cierto tipo de masculinidad que no acepta límites, es decir, que disfruta de los privilegios que todavía tiene a costa de las mujeres en muchos ámbitos de nuestra sociedad. Es decir, de ser “el rey de la selva” o “seguir siendo el rey”, como compuso José Alfredo Jiménez después de un pleito con su esposa y que Pedro Vargas convirtió en un clásico.
En contraste, los corderos serían los hombres que aceptan sujetarse a las reglas democráticas y éticas, que reconocen y valoran los derechos de los demás y que, por eso, invierten su energía más en trabajar para que, por ejemplo, la infancia que arribe al mundo sea deseada y amada, que en querer mantener a toda costa el control sobre las mujeres.
Dado lo anterior, no es casual que los populistas contemporáneos asciendan al poder con un apoyo mayoritariamente masculino aleonado. Pero también es cierto que su ostentado machismo no lo explica todo.
En la actual transición se juntan, justificadamente, varios desafíos claros, como los que mencioné más arriba, con los cansancios, la desilusión y la desconfianza en que los problemas acumulados sean resueltos por el sistema democrático.
Y, sin embargo, esa sensación de fin de mundo no debe hacer olvidar que también todo lo bueno logrado hasta hoy por Costa Rica, incluida la exposición, condena y freno de la corrupción, se debe a ese modo trabajoso y respetuoso propio de la democracia.
Si tiempos extremos requieren de soluciones decididas, lo que corresponde es que los partidos políticos corrijan valientemente sus errores —como algunos ya lo están haciendo—, que tomen la iniciativa de cambiar o de modernizar lo que probadamente no funciona y que recoloquen a la población en centro de las instituciones, en vez de dejarse engatusar por los rugidos leoninos, como también les está ocurriendo a algunos.
Después de todo, nadie decente quiere que su libertad quede aplastada bajo la pata del rey de la selva.
La autora es doctora en Estudios Sociales y Culturales, socióloga y comunicadora. Twitter @MafloEs.