La confrontación entre Elon Musk y la justicia brasileña, por la prohibición de la red social X en ese país, pone de relieve las contradicciones y limitaciones de la respuesta de los Estados democráticos a la amenaza de esas plataformas para sus valores más caros. Al magistrado Alexandre de Moraes, emisor de la orden, se le cuestiona por haber llegado demasiado lejos con la prohibición dictada después del reiterado rechazo de la empresa a acatar órdenes de remover contenidos manifiestamente falsos, capaces de subvertir el orden en un país donde el ilegítimo rechazo al resultado electoral provocó disturbios y una tentativa de golpe de Estado.
La advertencia de imponer significativas multas a los brasileños si insisten en utilizar X por medios tecnológicos aptos para burlar el bloqueo, como los servicios de VPN, bien podría justificar las críticas, pero en el caso de Musk, no cabe duda de las extralimitaciones con pretexto de defender la libertad de expresión.
El multimillonario empresario de la tecnológica compró Twitter, la rebautizó X y ejecutó una poda de personal, comenzando por los moderadores de contenido encargados de la autorregulación practicada, por lo menos en principio, por las redes sociales. El ejemplo más destacado de esa moderación es la suspensión de la cuenta de Donald Trump en Twitter antes de su adquisición por Musk. Sucedió a pocos días del asalto al Capitolio perpetrado por simpatizantes del presidente, convencidos del fraude electoral inventado por él para negar su derrota.
La revuelta hizo correr la sangre y puso en peligro el proceso de certificación de los resultados electorales. Lo sucedido en Brasilia un año más tarde fue copia casi idéntica de los disturbios en Washington y sirvió para concretar la regulación aplicada por el magistrado De Moraes.
En el Congreso de Estados Unidos, hay proyectos de ley para regular las redes sociales, pero la fuerte y casi siempre encomiable tradición de defensa de la libre expresión impide avanzar con tanta presteza como lo hizo Brasil. También la Unión Europea entiende el peligro y en el 2022 aprobó trascendentales regulaciones.
Siempre ha existido un peligro intrínseco en la tarea de discernir entro lo falso y lo verdadero en el debate público, cuyo pleno desarrollo es imposible sin tolerar un grado de falsedad. Ese principio está admirablemente adaptado a medios donde el anonimato es mucho más difícil y la falsedad se expone a la sanción social, cuando no amerita un castigo mayor. No ha tenido el mismo éxito en el salvaje Oeste promovido por Musk.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.