Los historiadores no se han puesto de acuerdo sobre cuándo se originó la música, pero es probable que su nacimiento se encuentre hace 40.000 años, cuando el Homo sapiens empezó a imitar los sonidos de la naturaleza.
Los primeros instrumentos fueron muy rudimentarios: un hueso que se golpeaba con otro hueso, una fruta seca llena de semillas que se empleaba como maraca, una caña con orificios que servía como flautilla.
La música se reservaba para ocasiones solemnes: un entierro, una cacería o alguna ceremonia de fertilidad.
¿Qué pensarían esos hombres y mujeres de la prehistoria si escucharan la Novena sinfonía de Beethoven? ¿Qué pensarían si escucharan el Concierto n.º 3 de Rachmaninoff? ¿Qué pensarían si escucharan las arias de Rossini, de Donizetti, de Verdi, de Puccini, de Bizet, de Wagner o de Mozart?
Es más, ¿qué pensarían del jazz, del tango, del merengue, de la salsa, del rock y hasta del reguetón? Ellos no sabían el milagro que habían iniciado; ellos no sabían que gracias a los cantos con que llamaban a la lluvia podemos disfrutar hoy de los cantos que llaman al amor, a la amistad, a la paz, a la justicia, a la solidaridad.
Cultura artística democrática
Es difícil prever las últimas consecuencias de nuestros actos, particularmente, de nuestros actos creativos. Los hombres y las mujeres de la prehistoria no podían prever los nocturnos ni las sinfonías, no podían prever las arias ni las sonatas, no podían prever los preludios ni los ballets.
Pero nosotros tampoco sabemos qué vendrá después. De la misma forma en que ellos eran incapaces de pronosticar que después del golpe del hueso en la piedra vendría la ópera, nosotros no sabemos cuál va a ser el futuro de cientos y cientos de niños y jóvenes que asisten a las escuelas de música, una iniciativa de mi segunda administración que nació bajo el liderazgo de la ministra de Cultura María Elena Carballo.
Lo que sí podemos prever es que estos jóvenes tendrán una vida cuyas crónicas se escribirán en pentagramas y cuyos altos y bajos serán crescendos y diminuendos.
Cada joven costarricense que alza el arco de un violín en una escuela de música, cada niño que besa la boca de un clarinete bajo la sabia dirección de algún profesor musical, son símbolos de un país que progresa en términos morales, y que poco a poco va logrando crear una cultura artística verdaderamente democrática.
Yo no solo creo en la evolución del arte. Creo, también, en la evolución de las sociedades. Es más, creo que ambas están estrechamente vinculadas.
Ejercicio para la convivencia
Antes tocábamos con maderos y frutas secas, y vivíamos en cavernas, en sociedades anárquicas, en las que prevalecía la ley del más fuerte; hoy tocamos con chelos y oboes, y vivimos en pueblos y ciudades bajo el mandato de la ley y con las garantías y libertades que acompañan a toda democracia.
Creo que cuanto más evolucionemos como sociedad, más evolucionará nuestro arte, y viceversa. Cuantos más jóvenes sean capaces de alzar con delicadeza el arco de un violín, menos alzarán el filo de una navaja.
Cuantos más niños y niñas levanten sus voces para cantar, menos las levantarán para gritar e insultar. Cuantas más personas se congreguen para conformar una orquesta, menos se congregarán para formar una pandilla.
Estoy convencido de que los jóvenes que asisten a una escuela de música aprenden a vivir la vida como tocan la música. Aprenden que cada quien tiene su estilo, y eso debe respetarse.
Aprenden a acoplarse a los demás individuos de la sociedad, de la misma forma en que se acoplan a los demás individuos de un grupo musical, aunque cada quien toque instrumentos diferentes.
Aprenden que en la vida, como en la música, todo tiene su tiempo. Y no hay que adelantarse al tiempo, ni dejarlo pasar.
Aprenden de las personas mayores, que, aunque no los superen en talento, siempre los superarán en experiencia. Aprenden a escuchar a los demás y a escucharse a sí mismos.
Lenguaje sorprendente
Solo vive bien, y solo toca bien, quien es capaz de prestar atención. Aprenden que si pierden un examen, si fracasa un proyecto que tenían, vuelven a intentarlo, igual que ensayan una partitura una y otra vez hasta que salga perfecta.
Aprenden a resolver las cuestiones en paz. No es rompiendo la guitarra o golpeando el piano como se logra interpretar mejor un concierto. Tampoco es gritando o golpeando como se logran arreglar nuestros problemas cotidianos.
Aprenden a valorar la educación y a descifrar un lenguaje nuevo, sorprendente y universal. Nadie nace aprendido, ni en la música ni en la vida. Respetan al profesor de solfeo, pero también respetan al profesor de matemáticas y a sus padres, que tanto tienen que enseñarles.
Los jóvenes que asisten a una escuela de música aprenden, sobre todo, que la pasión no es exclusiva de la música. Solo aquel que vive intensamente tocará intensamente. Solo aquel que siente las cosas que lo rodean logrará expresarlas en su música.
El arte no es un escondite, es una tarima. No sirve para huir de la sociedad, sino para lanzarse a ella, para modificarla, para criticarla, para celebrarla.
Una necesidad
Existe una razón por la cual todas las civilizaciones, por más aisladas que fueran, inventaron alguna forma de música: porque no es una ocurrencia, sino una necesidad.
La música la usamos para comunicarnos. Nuestra deuda con esos hombres y mujeres primitivos, que golpeando palos y huesos inventaron el ritmo, es hacer de la música mucho más que un pasatiempo.
Debemos salvar al Sistema Nacional de Educación Musical (Sinem) porque el arte, en palabras de Wagner, “habrá de salvar a todos los hombres”.
El Sinem nos ayudará a seguir formando mejores personas, mejores sociedades y un mundo más justo para todos. Aprendamos a vivir la vida como tocamos la música, y esa vida será mejor.
El autor fue presidente de 1986 a 1990 y del 2006 al 2010. En 1987 fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz.