Doctor, doctora, enfermero, enfermera… ¡Ah, qué palabras benditas en mi léxico personal! ¡Palabras salvíficas, soteriológicas, dadoras de vida, dispensadoras de alivio! Los lectores familiarizados con mis escritos conocen ya de mi lucha de toda una vida contra una armada de enfermedades que no han logrado doblegarme. No voy a volver sobre ese punto.
Más bien, es momento para mí de reconocer que este combate librado en varios frentes no lo he llevado a cabo solo. Existen oficios que solo se ejercen con amor, espíritu de servicio, respeto por el dolor humano. La enfermería es una vocación (la etimología latina de este vocablo significa llamado). No es una profesión, es un clamor de las entrañas, una voluntad de servir al prójimo, un compromiso con el ser humano: aplacar su dolor, propiciar ese delicioso proceso que se llama convalecencia y guiar a la persona hacia la salud reencontrada.
La enfermera es una correligionaria que libra con sus pacientes sus individuales, a veces terribles batallas, que está con ellos hasta el amargo fin o hasta el reverdecer de la salud. Como los capitanes de antaño, el personal médico se hunde, en cierto modo, con su barco. No pueden permitirse llorarlo más de la cuenta, porque ello los incapacitaría para ejercer su trabajo eficazmente. Pero ahí están, y sé que a ningún médico ni a ningún enfermero le gusta perder un paciente. Es una derrota personal.
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Yo tuve uno que merecería morar en el universo platónico de las ideas, bajo forma de arquetipo. El médico absoluto, universal por excelencia. El doctor Jorge Elizondo Cerdas, uno de los más eminentes hematólogos que ha tenido nuestro país. Con frecuencia pasaba a verme a casa, después de terminada su jornada laboral, a las cinco de la tarde, y no pocas veces llegó a medianoche, forzado por una emergencia.
Yo lo veía como un hombre enorme, y era enternecedor ver a aquel gigante —como el de Oscar Wilde— sentarse en el suelo conmigo a jugar con unas paletitas rosadas que me traía de regalo. No eran una nadería. En mi universo infantil, aquellas paletitas eran mágicas, me permitían construir formas y elaborar juegos que yo mismo inventaba.
Una noche me encontró llorando. «¿Por qué llorás?», me preguntó. «Porque estoy muy flaco y seguro me voy a morir», respondí. Él reflexionó un instante, y me dijo: «A ver, ¿cuál de los dos cómicos murió primero, el Gordo o el Flaco, Laurel o Hardy?». «No lo sé», atiné a responder. «Pues fijate que murió primero el gordo, así que ser flaco es una gran ventaja». Y me sentí reconfortado y sereno. Para un niño de cinco años, era una línea de razonamiento perfectamente convincente.
Diversas formas de curar. Sí, era un gigante, el doctor Elizondo, un gigante en su profesión y un gigante ético, psicológico y humano. Jamás he tenido médico que se le pueda comparar. Repito: él es el arquetipo platónico ideal, perfecto y eterno del galeno. Su sola presencia irradiaba serenidad. Era capaz de curar con una sonrisa, un chiste, una adivinanza. Realmente, estamos hablando de un poder de sanación que no se explica en términos puramente científicos. Su personalidad, su voz potente y viril, su mirada, todo su ser generaba el alivio que yo anhelaba. Era un don, una facultad, una capacidad que frisaba con lo sobrenatural.
Hace tres años viví un largo internamiento en el Hospital México debido a un cáncer. Siempre fui objeto de un tratamiento cariñoso, cálido, por poco un chineo calificado y digno de envidia. Y eso me curó. Cuando una enfermera se acercaba se dirigía a mí con la expresión «mi amor», o «corazón», o «mi chiquito», o «mi cielo», sentía que mi alma florecía, que mis manos de pianista y escritor florecían, que mis ojos y mis labios florecían… todo mi ser se transformaba en una enorme y reverdecida primavera, con sus brotes, botones y pimpollos a punto de reventar.
Nada en el mundo tiene mayor poder de sanación que el buen trato, el cariño, la buena voluntad, la cortesía, el afecto, las buenas maneras, una palabra clave dicha en el momento preciso y, a fortiori, el amor. En mi ya larga vida he tenido que lidiar con muchos médicos y médicas, enfermeros y enfermeras, y conozco como un residente a todas las especies que habitan ese curioso ecosistema llamado hospital. Como podrán ustedes imaginar, hay muchas caras que he preferido olvidar, y un médico al que no vacilaría, ni por un instante, en calificar de criminal. Pero la vastísima mayoría de mis socorristas han sido seres de luz. Les debo la vida, en muchos y diferentes sentidos de la expresión.
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Midas modernos. He sido una persona muy bendecida. Creo que la enfermería es más un apostolado que una profesión. Es absolutamente imposible ejercerla sin un amor profundo por la criatura humana. Supone un nivel de sacrificio personal que desborda mi capacidad de comprensión. Son los reyes y las reinas Midas de la modernidad: todo lo que tocan lo transforman en oro.
Recuerdo que, estando en el hospital, en lo profundo de la noche, desperté de pronto y vi a mi lado a dos enfermeras. Me sonrieron. Les pregunté si me venían a aplicar el factor coagulante, y me dijeron: «Ya lo hicimos. Ahora solo estábamos cobijándole el brazo para que no sienta frío».
Tan sutiles, tan tenues, tan acariciadoras, pero también tan firmes y expertas habían sido sus manos que me pusieron un torniquete, me hicieron saltar las venas, y me punzaron sin que yo me despertara. Pensé en el hada del poema de Mallarmé, esa que «sobre mis sueños de niño mimado dejaba llover, de sus manos entrecerradas, blancos buqués de estrellas perfumadas». Sí, hadas más que enfermeras. Pregunté sus nombres, pero a la mañana siguiente ya los había olvidado.
La enfermera se niega a sí misma, se eclipsa, deja el lugar protagónico al médico o a la médica (¡palabra sonora, solemne, sinfónica!). Ella sabe que su función es evanescer, no dejar ni la estela de su mágica presencia, que lo suyo no es la figuración, el glamur, la pasarela y la fama. Son como el soldado desconocido que yace al pie del Arco del Triunfo de París. Innominado, sí, pero justamente por eso símbolo de todos los héroes del mundo, de todos aquellos que han inmolado sus vidas en una causa superior, sin pedir para sí siquiera el culto de su nombre.
Schumann decía de los Preludios de Chopin que eran «cañones ocultos por guirnaldas». Otro tanto diría yo de las enfermeras. Ellas también tienen la reciedumbre y la potencia de los cañones, pero se esconden bajo guirnaldas para halagar y reconfortar al enfermo. Basta con probarlas en una situación límite para descubrir la fortaleza anímica de que son capaces. ¡Se la deseara el más pintado héroe militar!
Solo tengo una forma de honrar al doctor Elizondo y a las miles de enfermeras que me han dado lo más valioso de su ser: la empatía y la misericordia, y esta es haciendo de mi vida un himno para ellos, ser un hombre de bien, hacer que se sientan orgullosos de mí, y devolverle al mundo algo del amor infinito que me regalaron.
El autor es pianista y escritor.