Cuando era adolescente, mi diversión consistía en ir los domingos a dar vueltas al parque de mi pueblo, como tanta gente lo hace todavía en zonas rurales y urbanas.
Si usted pasa por la Merced, el Parque Central o el Nacional, en el centro de San José, o por el de Zarcero o Puriscal, entre muchos otros, verá a pequeñas multitudes que llegan ahí para descansar, encontrarse, vender, comprar o comer.
La población, muy diversa, tiene en común la carencia de suficientes recursos económicos —para expresarlo con un término eufemístico— que les permita, qué sé yo, ir a algunos de los malls que han surgido recientemente, que no se llaman malls, sino “mercados urbanos”.
Nuestros parques son construidos para cierta clase económica; son un lugar donde se reproduce la distribución y división geográfica, cuya ilustración más dramática está dada por la imagen de las casas enormes, cuyos muros alcanzan para construir cien viviendas modestas, rodeadas por ranchos.
Pero con el parque Francia, ubicado en barrio Escalante, últimamente está ocurriendo algo distinto y significativo. Hace algunos años, mientras contemplaba a un grupo de jóvenes fumar marihuana, juguetear con sus perros y tocar algunos instrumentos musicales, vi a tres hombres en sus veinte —cuya vestimenta delataba que eran obreros de construcción— caminar lentamente mirando con recelo a quienes se relajaban.
Dos clases marcadas
En ese momento, no era un sitio para los obreros, sino para quienes vivían, por lo general, en las torres (nombre genérico que se da a los edificios levantados en los alrededores de los barrios Escalante, La California, Los Yoses y Dent), que son ocupadas por esa clase cultural denominada hípster.
Las torres y los comercios ocasionan un fuerte y acelerado impulso cultural a la zona y marcan vigorosamente una distinción de clase, dada por una mezcla del laissez faire con la lucha por los derechos humanos, que termina siendo, paradójicamente, simbolizada por un dentro y fuera que pone en evidencia procesos de clasificación y exclusión sociales.
Durante algunos años, en el parque Francia, dentro, estaba la clase acomodada económicamente, fácil de identificar por su conciencia ecológica, su aferro a la plasticidad en los gustos sexuales y un discurso social.
Fuera, quedaba la clase de personas que contemplan —con incomodidad, enojo o dolor— hacia donde no pueden entrar, aunque ningún portón se lo impida, incluidas, ¡cómo no!, las poblaciones a favor de las cuales tuitean quienes están en el interior.
Las señales de distinción eran el perro, a veces zaguates; la marca de zapatos y del bolso, que pudo haber sido comprado en algún mercado de pulgas; y el teléfono, el estilo desganado en el vestir y la piel, que vienen aparejados con el aprecio por el solaz, la música y, a veces, la droga.
Todo lo anterior era un tiquete de entrada que, como señaló el sociólogo francés Pierre Bourdieu sobre la cultura y el gusto en Francia, no puede fingirse, pues se sustenta en un habitus, una forma de estar en el mundo que, como diría un amigo mío, se mama.
Durante un período, las personas que podían entrar y permanecer en el parque Francia, siguiendo al sociólogo francés, eran de “gusto medio”, frente al grupo de “gusto popular”, que era excluido.
Giro radical
Pero el parque ya no es el mismo, ahora existe una mezcla. El cambio es bueno, pues muestra una flexibilización de la rigidez espacial: resulta que los hípsteres siguen llegando, pero también nuevos visitantes: la gradería de sol, le dice un vecino. Muchachas y muchachos que no pueden pagar una cerveza en un bar, y compran un six pack para tomar sentados en un poyo.
La llegada de los albañiles puede ser interpretada también como un micromovimiento político: la manifestación de un deseo de estar en un espacio lindo y el reclamo de un poco del “refinamiento”, y, con ello, el acto físico de disputar a un puñado de privilegiados la zona de distinción.
No está muy claro cuándo empezaron las quejas de quienes viven ahí, pero según una carta dirigida a las autoridades estatales, firmada por algunos habitantes, que circuló en las redes hace unas semanas, lo que está pasando en el parque les “ha quitado la paz”.
El escrito habla de actos que es fácil entender que molesten: heces, pleitos, ruido toda la noche. Pero también tiene un tufo moral: “malévolas conductas” que ocurren en las noches, afirman.
Dice otra vecina que quienes continúan viviendo en el barrio son de cierto nivel económico, pero no tienen dinero para trasladarse a un ambiente “apacible y suyo”, que quienes sí pudieron migraron a barrios que se levantan como los nuevos centros habitacionales de moda y, así, evitaron el desclasamiento, de haberse quedado en un área que ha bajado de categoría cultural.
Desde las ventanas
En el parque, que significativamente lleva el nombre de un país largamente asociado con la delicadeza, quedan esos vecinos que miran desde sus ventanas a los nuevos hippies y a los albañiles.
Costa Rica es como el parque Francia, una mezcolanza de gente. Como en ese lugar, tenemos personas que solo miran desde las ventanas, por ejemplo, quienes no votarán, dejarán la papeleta en blanco o anularán el voto en la segunda ronda.
Dicho grupo es un desafío interpretativo. Usualmente, las personas que anulaban el voto o se abstenían podían ser señaladas por su falta de civismo, pero en un giro, cuyo origen desconozco, en esta segunda ronda se han colocado como la opción cívica moral por excelencia, con declaraciones como “sería traicionar el derecho al voto” o “no podría verme en el espejo si votara por alguno de los dos”.
De más está decir que ha sido una salida cool para alguna gente indecisa. Falta saber qué creen que pasará en el país producto de su acción.
La autora es catedrática de la UCR. Siga a Isabel en Facebook.