La ingeniera María Estrada Sánchez, rectora recién elegida del Tecnológico de Costa Rica, estudió en esa universidad porque “era la que le quedaba más cerca”. Lo hizo pese a que su sino era otro. Inmersa en la pobreza extrema, no se supone que debería haber logrado estudiar. Es más, no era posible siquiera que deseara y soñara el presente que tiene ahora.
Ella, que igual que cientos de miles estaba condenada de antemano por la vulnerabilidad social que ocasiona la desigualdad, hizo añicos el quien nace para maceta del corredor no pasa, no solo gracias a una ambición y fuerza de voluntad formidables, sino también al país donde nació.
Fue, por tanto, una institución pública la que posibilitó que el Tec tenga, por primera vez en su historia, una mujer en el mayor y más representativo cargo, y volvió legítimo que más niñas se sientan atraídas hacia unas áreas que tanto las discriminan. De paso, nos hicieron un país menos enconado con las mujeres, es decir, uno mejor.
Es lo que tienen las instituciones públicas, tornan las situaciones más extraordinarias e impensables en cosas ordinarias.
Quienes han estudiado, recuperado su salud, ejercido su ciudadanía o conseguido un trabajo digno y satisfactorio muestran, con su éxito, que el horizonte de expectativas —descrito por el historiador alemán Reinhart Koselleck como el distanciamiento entre el pasado y el presente— se funda, sobre todo, en el caso de Costa Rica, en el Estado social.
Como ella, conozco cientos de ejemplos, empezando por la mayoría de los estudiantes a los que les he dado clases en más de 20 años de docencia, a Kathia y Brenda, directoras de colegios públicos; Erika, lideresa política municipalista; Damaris, destacada académica universitaria. Todas se graduaron en una universidad que pagamos entre todos, gracias a una beca.
Incluyo al joven taxista que me trasladó una mañana de estas, quien, tras contarme que está sacando el bachillerato por madurez en un centro del Ministerio de Educación, me confesó que es muy duro, porque donde vive “no es normal estudiar, lo normal es estar ahí, en la acera, vendiendo droga” como todos sus “compas de escuela”.
Esa normalidad atroz, analizada en el artículo “El sueño de ser narco como el papá”, es desplazada por las oportunidades que ofrece la educación financiada por el Estado.
Empleo público y clase media
Es cierto que algunos empleados públicos toman la institución donde trabajan para beneficio personal, de mala gana hacen lo menos posible y que, en nombre de los derechos laborales, se autoaplicaron salarios y regalías que contribuyen, mes tras mes, a debilitar la institucionalidad costarricense.
También, como señaló la filósofa costarricense Ana Rodríguez Allen, la cultura de la clase media ha cambiado la solidaridad social —gracias a la cual alcanzaron lo que tienen— por la idea de que cada uno tiene que ganarse lo suyo.
Pero, asimismo, es verdad que los hay —confío en que son la mayoría— que saben la enorme responsabilidad que viene con un cargo de servicio público, y que son personas que se interesan genuinamente en el bienestar ajeno.
Ilustro lo anterior con un estudio de la OCDE y el Banco Mundial: de todos los países de Latinoamérica y el Caribe, nuestro país está entre los que tienen menos casos de soborno en las instituciones y entre los que han tomado medidas para controlar la corrupción.
La universidad pública, en particular, está íntimamente asociada al desarrollo del país porque es, al mismo tiempo, producto y productora de la democracia. Es un centro de creación de conocimiento que contribuye a un país mejor, pero también con vidas individuales más felices y plenas, y con posibilidades reales de ascenso social.
En conjunto, todas nuestras instituciones originan derechos y valores —como la libertad y la democracia mismas— y, al tiempo que los hacen, los satisfacen. Por eso, son una herencia y también nuestro patrimonio al mundo.
Como resume el sociólogo costarricense Daniel Camacho: “Entonces, vea qué país más bendito este, que corrientes políticas no solo diferentes, sino hasta adversarias, construyen en menos de medio siglo un proyecto de sociedad y Estado que es responsable de la democracia política y social que vive el país. Esa fue la base de la construcción de la sociedad costarricense actual”.
Éxito soslayado
En concreto, casi un 80 % de la matrícula de las universidades públicas proviene de colegios públicos, y, de ese porcentaje, el 50 % recibe una beca socioeconómica y otros apoyos, como atención en salud, equipo tecnológico para sus clases o alojamiento, según datos del Consejo Nacional de Rectores.
Pero en lugar de estar apurándonos en cómo mejorar nuestro Estado social, estamos viviendo una apasionada disputa por el país, por la verdad, por el derecho a que la versión individual de cómo deben ser las cosas sea la única o la más fuerte. Un enfrentamiento que aparenta ser entre dos bandos “progresistas” y “gachos”, pero que es más bien una mezcolanza en la que cuesta distinguir quién es quién, pero que, en todo caso, cierta clase política está instrumentalizando por utilitarismo electoral.
Como afirmó la teórica política alemana Hannah Arendt, “si observamos los juicios contradictorios de conservadores y liberales con ojos ecuánimes, no tendremos inconvenientes para ver que la verdad se distribuye por igual entre ella y que, en rigor, nos enfrentamos con un retroceso simultáneo de la libertad y de la autoridad en el mundo moderno… (que) solo tuvieron como resultado debilitar a ambas, confundir los problemas, borrar las líneas diferenciadoras entre autoridad y libertad y, por último, destruir el significado político de ambas”.
Ese es el tono de nuestra época también, cada vez cuesta más ver las diferencias porque el odio recíproco las opaca.
Por ejemplo, atrás parecen estar quedando los tiempos en los cuales la disputa por los campos científicos se daba entre científicos, como lo estudió el sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien señaló los mecanismos construidos para legitimar dicha lucha, tales como los colegios científicos, las cátedras y los títulos honoríficos. Hoy, cualquiera se atreve a opinar sobre cualquier tema, como experto, en una suerte de revancha por la exclusión de la que se siente víctima. Reclama para sí el poder de una palabra que para ser dicha no necesita ningún rango.
Pero no debemos olvidar que para que quepan más —los largamente excluidos— es preciso fortalecer la institucionalidad, que incluye soportar que compartimos tierra con quienes son ateos y quienes profesan su fe, con izquierdas, centros y derechas.
Hoy nos falta recortar nuestra soberbia y hacer un campo a esa compasión, definida por la escritora española Ana Caballé como una disposición de ánimo que obliga a comprender el punto de vista y las necesidades ajenas. Nos toca hacerlo sin importar de cuál lado nos coloquemos.
Pensar que es un asunto de políticos es puro desdén. A usted y a mí nos corresponde defender nuestras instituciones para que estén como en la confesión de la rectora, sobre la razón por la cual eligió al Tec: cerca de la gente.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.