La responsabilidad ética principal de un economista es velar por la correcta asignación de recursos —siempre escasos— en comparación con las necesidades humanas. De la eficiencia lograda en el uso de esos recursos depende el mayor bienestar y crecimiento de la producción.
La correcta asignación de recursos se pierde cuando se distorsionan los precios relativos, en contra de las señales del mercado y de la racionalidad económica.
Manipular los precios envía señales incorrectas a productores y consumidores, y los conduce a tomar decisiones erradas. Los resultados son siempre muy dañinos. Se termina produciendo o consumiendo cantidades y tipos de bienes en proporciones equivocadas, con desperdicio de recursos.
En el 2009, la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep), consciente de esa responsabilidad, comenzó un desmantelamiento progresivo de los subsidios cruzados en los distintos bienes y servicios regulados.
El proceso avanzaba con lentitud, pero en la dirección correcta. Lamentablemente, en el 2016, el gobierno tomó la decisión de retroceder y, usando un portillo legal, implantó un subsidio cruzado en contra de los consumidores de gasolinas y otros, para favorecer el uso de búnker, gas licuado y asfalto. Algo similar se hizo en la electricidad con las ganancias de las transacciones en el mercado energético regional.
Desastrosos resultados
Actualmente, sobreviven muchos subsidios cruzados, en su mayoría regresivos, en agua, combustibles y electricidad. Siendo bienes homogéneos, es incomprensible cobrar precios distintos según el uso.
Eso distorsiona los patrones de consumo, bajo la extraña fijación de intentar hacer política redistributiva usando los precios de los bienes o servicios, con resultados generalmente desastrosos. Por ejemplo, es inconcebible castigar a los industriales con tarifas eléctricas mayores a las de los consumidores residenciales.
Recientemente, el gobierno decretó un nuevo subsidio a favor de los usuarios de diésel y en contra de las gasolinas, como si este fuese el único combustible importante para la producción.
Presuponer que las gasolinas no aportan a la producción es un error de principiantes. Con eso no solamente se distorsionan los precios relativos de toda la economía, provocando una mala asignación de los recursos y el consumo, sino que se castiga, inmerecidamente, a los usuarios.
En el 2021, un 37,1% de las importaciones de combustibles fueron diésel, un 39,3% gasolinas y un 23,6% otros productos.
Según la matriz energética del 2012, el 36% de los combustibles lo usan los vehículos privados (gasolina en su gran mayoría); un 24,5%, los de carga (diésel y gasolina, pues muchas empresas e industrias usan gasolina para distribuir productos y comprar materias primas); un 13,9%, para transporte público (buses, taxis y plataformas similares; buses usan diésel mientras taxis, en su mayoría, gasolina o gas); y solo el 10,1% para la industria (en su mayoría búnker, subsidiado desde el 2016).
En estas condiciones, ¿cómo hacen para saber quiénes usan cada combustible? ¿Pueden tener seguridad de beneficiar a las clases más pobres o será regresivo?
Castigar a los usuarios de gasolina para premiar el diésel es una visión mercantilista, tipo siglo XVIII, al considerar improductivos los gastos de las personas en transporte privado. Aunque no lo crean, la gasolina usada para asistir a los sitios de trabajo es una actividad productiva.
Ideas erróneas
Ese tipo de políticas producen un desajuste general en los procesos productivos y, por lo tanto, causan pérdidas en eficiencia y desperdicio. Manda mensajes erróneos al sistema económico: los usuarios de diésel no se preocupan por ahorrar, ni por ser eficientes, ni por readaptar sus técnicas productivas.
Los de gasolina deben amarrarse la faja, pero como este es un bien inelástico (se reduce muy poco ante el alza en los precios) causa una caída en el consumo de otros bienes, perjudicando a otros productores o importadores.
Nada extraño sería ver pronto lo ocurrido en los años 60 y 70, cuando estaban en boga esas ideas erróneas: las importaciones de vehículos de diésel se dispararon, incluidos los de alta gama. Además, recordemos cómo el diésel es más contaminante que la gasolina. Esta vez, los ambientalistas parecen estar extrañamente conformes.
La razón esgrimida por los funcionarios es evitar los aumentos en los precios de los productos y las tarifas de transporte público, para beneficiar a los usuarios y consumidores más pobres.
¿Será esa la verdadera razón o se pretende beneficiar a otros? Ese ajuste será casi imperceptible en los precios finales, al mezclarse con el galopante proceso inflacionario en marcha.
El Ejecutivo no puede girar órdenes para fijar tarifas
Dada la enmarañada estructura del transporte público, lo más probable es que los efectos se queden perdidos en los múltiples agujeros de tan complicado sector, sin llegar nunca a los usuarios.
De hecho, la Aresep tiene en marcha un ajuste de emergencia en los pasajes. Lástima que no actuara así en el 2020 y el 2021, cuando correspondía bajar las tarifas por los efectos de la caída en los precios internacionales de los combustibles.
Lo más extraño es la manera tan complaciente y ágil mostrada por la Aresep para obedecer el decreto. Eso tiene tintes claros de ilegalidad. ¿No lo advirtieron los asesores internos? El artículo 1 de la Ley 7593 es claro: la Aresep no puede recibir órdenes del Poder Ejecutivo para tomar sus decisiones tarifarias.
En el caso de haberlo considerado una simple sugerencia, la Aresep estaría obligada a hacer estudios detallados para medir los impactos de esa política a fin de justificar el acto administrativo.
Después, ameritaría modificar las metodologías para cumplir con la ley y los reglamentos. ¿Habrán hecho todo eso en tan corto tiempo? ¿Habrá modificado el gobierno los planes nacional o sectorial de desarrollo?
Considerando esos elementos, la decisión de la Aresep puede ser ilegal y quienes hayan asesorado, promovido o tomado esas decisiones pueden exponerse a sanciones, incluso, penales.
En todo caso, la labor de velar por la legalidad de las actuaciones del ente es una función indelegable del regulador general y corresponde a este funcionario realizar los procesos correspondientes para establecer responsabilidades. ¿Lo hará?
Aún tengo confianza en este gobierno, dirigido por un connotado economista, y seguirá el camino correcto, al rectificar pronto este desaguisado. Debe volverse al camino de procurar la correcta asignación de los recursos y eliminar esas peligrosas distorsiones sobre los precios relativos.
El autor es economista.