Entre el 2008 y el 2010, los magistrados se autorrecetaron jugosos aumentos de sus ingresos y los de toda la clase gerencial del Poder Judicial al crear un plus llamado índice gerencial, que representa el 97 % del salario base. Semejante esplendidez ha costado al contribuyente costarricense más de ¢2.071 millones en los últimos 10 años, repartidos entre 46 privilegiados funcionarios. Este es solamente uno de varios pluses a los cuales tienen derecho los magistrados.
Los altos jueces argumentaron en el 2008 que sus salarios no eran competitivos con el sector privado ni con el resto del sector público y que, además, eran muy inferiores a los de sus pares de Latinoamérica y Europa.
En lo que podríamos definir como el colmo de la desfachatez, luego de haberles otorgado grandes aumentos a otros funcionarios del Poder Judicial, en el 2010 los magistrados argumentaron que sus salarios habían perdido competitividad con respecto a esos funcionarios. Sin sonrojarse, se crearon su propio enganche salarial.
Los salarios de la clase gerencial superan hoy, por bastante, los de sus pares en España, Francia, Holanda, Bélgica y Uruguay. En promedio, los empleados del Poder Judicial ganan ¢1,52 en pluses por cada colón que reciben de salario base, y ya no estamos hablando solo de la clase gerencial. Existen al menos 21 pluses diferentes.
Exorbitante. El gasto de la Corte en incentivos pasó de ¢48.900 millones en el 2006 a ¢155.000 millones este año. El crecimiento fue del 217 % frente a una inflación acumulada del 85 % entre el 2006 y el 2018. No solo se triplicó el gasto en pluses, sino que creció 2,65 veces más rápido que la inflación.
En la Universidad de Costa Rica, el Consejo Universitario aumentó el porcentaje de anualidad del 3 % al 5,5 % a partir del 2010. Esta decisión se tomó sin un estudio de impacto financiero (que sumaba más de ¢37.000 millones adicionales hasta el año pasado). También se hizo de manera unilateral: la convención colectiva, negociada con los sindicatos, establecía el 3 %, que ya de por sí era más alto que el porcentaje de anualidad en la mayoría de las demás instituciones públicas donde la tenían.
El actual rector, Henning Jensen, vierte lágrimas de cocodrilo por lo que considera un acuerdo ilegítimo tomado en tiempos de su antecesora, Yamileth González. Porque, si bien concuerdo con que la decisión del Consejo Universitario fue ilegítima —y nadie fue sancionado por semejante desatino—, a Jensen le tomó cinco años “corregir” el entuerto. Además, lo hizo con truco.
El Dr. Jensen asumió la rectoría en mayo del 2012 y fue reelegido en abril del 2016. No es sino hasta abril del 2017 cuando el Consejo Universitario acuerda reducir la anualidad, a pesar de que expertos de la Escuela de Matemática, del Observatorio para el Desarrollo y del Instituto de Investigaciones en Ciencias Económicas de la propia universidad habían advertido desde el 2014 que la situación era insostenible y requería de medidas inmediatas.
Cualquiera podría pensar que el atraso habrá tenido algo que ver con el hecho de que, una vez reelegido y sin posibilidad de repetir, el rector ya no tendría que volver a enfrentar a su electorado. En otras palabras, la “solución” tuvo que esperar a la reelección porque la estabilidad laboral del jerarca es más importante que la estabilidad financiera de la institución. Pero habría que ser muy malpensado para eso.
Solución. Como es usual en mis escritos, no sobran palabras ni signos de puntuación en los párrafos anteriores. La “solución” adoptada por el Consejo Universitario en abril del 2017 es un engaño. Al disponer el rebajo de la anualidad del 5,5 % a un 3,75 % por año laborado, modificó también la base del cómputo: el 5,5 % se calculaba sobre el salario base, mientras que el 3,75 % se calcula sobre el salario base más pluses.
Este “inocente” cambio representará un gasto adicional de al menos ¢1.100 millones en el 2018. Como decíamos de güilas, ¡chingo’e solución!
Anticipando la crítica, hay que reconocer que, por definición, el gasto de la UCR no afecta el déficit fiscal. Pero no nos engañemos: aproximadamente el 70 % del presupuesto de las cuatro universidades tradicionales proviene del FEES, que es una transferencia del Poder Ejecutivo. De hecho, cuando en el 2010 la universidad aumentó la anualidad al 5,5 % e infló su gasto en remuneraciones en ¢14.000 millones, el gobierno incrementó su transferencia a la UCR en un 15 %, o ¢17.000 millones en dinero contante y sonante.
En el sector salud, hay más de 60 sindicatos: de médicos, enfermeros, enfermeros auxiliares, fisioterapeutas, nutricionistas, de personal de cocina, de lavandería, de farmacia, de limpieza, etc. Si damos por válida la máxima de que en la unión está la fuerza, semejante proliferación de micros, minis, pequeños, medianos y grandes sindicatos solo puede deberse a que su existencia es un botín de privilegios para algunos cuantos tagarotes: para cada sindicato, el patrono otorga licencias y permisos con goce de salario para que sus dirigentes se dediquen a la función gremial, para asistir a sesiones de junta directiva, congresos y otras actividades propias del cargo. Todo, por supuesto, a expensas de los usuarios y contribuyentes (artículos 69 a 84 de la Normativa Laboral de la CCSS, entre otros).
Negativa. Cuando el presidente, Carlos Alvarado, emitió un conjunto de directrices de contención y recorte del gasto, hizo paralelamente un llamado a las instituciones autónomas y a los otros poderes de la República a unirse al esfuerzo por mejorar la delicada situación de la Hacienda pública. Desde el Poder Judicial, la Asamblea Legislativa, el Tribunal Supremo de Elecciones y algunas autónomas no se hicieron esperar las reacciones: no disminuirían el gasto o harían recortes apenas cosméticos (viajes, alimentos, contratos de televisión por cable) porque su malentendida independencia se los permite.
Está claro que dichas instituciones tienen independencia y autonomía funcional, por lo cual jurídicamente la directriz presidencial no las obliga. Sin embargo, al hacer su llamado, el presidente no solo reconoce la gravedad de la situación fiscal y la necesidad de que todo el andamiaje estatal se alinee con las políticas de austeridad requeridas para evitar una catástrofe, sino que interpreta correctamente la exigencia ciudadana de que todo el Estado, sin excepción, se soque la faja.
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A fin de cuentas, todos los recursos estatales provienen de una misma fuente: el bolsillo de los ciudadanos, quienes los aportamos como impuestos, cargas sociales, tarifas de servicios públicos, cánones, multas, etc.
Más allá de lo jurídico, las directrices de contención del gasto son moralmente vinculantes para todo el aparato estatal y, en particular, para aquellos poderes e instituciones que reciben parte o la totalidad de su presupuesto mediante transferencias de Hacienda o directamente del público.
Los ciudadanos percibimos —con desazón, pero con certeza— que nuestros impuestos se están yendo a financiar abusos y gollerías. La desfachatez de los funcionarios que se niegan a contribuir al esfuerzo o de los que demandan para preservar sus odiosos privilegios y pensiones de lujo es realmente indignante. Más que un déficit de recursos, lo que Costa Rica tiene es un enorme superávit de descaro.
El autor es economista.