Recuerdo aquella llamada mañanera. Gustavo Casillas, entonces secretario técnico de la conferencia de juventudes políticas latinoamericanas, me alertaba que, contra la democracia venezolana, había sucedido una infructuosa intentona militar en el Palacio de Miraflores.
En 1992 no existían las redes sociales y se precisaba de una llamada para detallar lo que los medios tradicionales reportaban. Como era vicepresidente juvenil de aquella organización internacional, me consultaban si podía integrar, representando a Costa Rica, la delegación que iría a ofrecer en Caracas nuestra solidaridad con esa democracia amenazada.
Aún tengo fresco en mi memoria los orificios visibles en los muros de la casa de Gobierno. A pesar de aquella violenta circunstancia, me impresionó el espíritu alegre y festivo del venezolano. Entonces, ese país era una gran nación petrolera, por lo cual no me extrañó su frenética actividad comercial e industrial. Ciertamente, los contrastes sociales eran visibles, pero Venezuela era dinámica y próspera.
Como muchachillos que éramos, también nos preocupamos por testificar algo de su alegría nocturna. Salí con la percepción de estar en una sociedad opulenta, pero afectada por la corrupción en todos sus estratos sociales. Como toda gran urbe latinoamericana, en los hacinados suburbios era evidente el panorama de una mayoría desclasada y sin educación, evidencia de la desigualdad reinante.
San Blas o el Petare, en los límites del gran Caracas, eran ejemplos de ello. Pese a su pobreza de entonces, muchos de sus habitantes aún conservaban algo invaluable: la dignidad de saber que su sustento era derivado del trabajo. Hoy ya no es así, pues esas poblaciones, aún más pobres hoy, viven prácticamente de las deshonrosas regalías de la dictadura a cambio de su favor.
Allí, es cosa del pasado el empleo generalizado. Aunque en el 2011 volví una segunda vez a ese país, y los signos generales de deterioro ya eran alarmantes, nunca sospeché lo que vería en mi último viaje a Venezuela, el cual por razones profesionales hice días atrás.
Viacrucis. El calvario empezó desde la compra del boleto aéreo. Adquirirlo en aquella aerolínea resultó una desafortunada jugada del destino, pues el mismo día de adquirirlos en la mañana, por la tarde el régimen anunció que la línea aérea había sido expulsada del país.
Después de múltiples esfuerzos en busca de otra que pudiese trasladarme, adquirí un segundo tiquete. Lo primero que me advirtieron era que fuese cuidadoso en no perder el vuelo de vuelta, pues conseguir espacios para salir de Venezuela podía convertirse en un problema de no rápida solución. Era cierto.
Al arribar al aeropuerto Simón Bolívar, los servicios de ingreso al país estaban prácticamente vacíos, pero los de salida abarrotados. La aritmética es simple: el territorio no se visita, pero sus habitantes lo abandonan en masa. Desde el mismo momento de mi llegada, me recibió un realismo mágico: solo pagar el estacionamiento del aeropuerto era ya un hecho muy trabajoso; el sistema de “puntos”, como le llaman a la red de pago con tarjeta bancaria, en pocos lugares y casi nunca funciona, por lo cual se necesita efectivo para todo.
Pero allí radica el verdadero problema, pues casi no hay circulante. Adquirir alguna cosa, por insignificante que sea, implica tener una cantidad industrial de billetes que no se adquieren fácilmente. Aunque el pago del parqueo equivalía a poquísimos centavos de dólar, hacerlo conllevó entregar muchísimos billetes que cuesta un mundo conseguir.
¿Cómo lo resuelven? Por transferencia bancaria pagan el doble a cambio de adquirir billetes a quienes los poseen, usualmente los “enchufados” (así les dicen a los amigotes del régimen). Ilustro con un ejemplo: si alguien necesita pagar en efectivo a un empleado 10 millones de bolívares (por cierto, 10 millones son apenas cerca de 10 dólares), para tener en mano esa cantidad debe comprarlos por medio de transferencia bancaria y pagar el doble del valor a quien los tiene, en una suerte de mercado negro. Así, termina uno pagando 20 millones de bolívares para tener 10 en efectivo. Más que socialismo es “surrealismo del siglo XXI”.
Delitos autorizados. Al llegar, cortésmente me pidieron esconder el reloj, mi anillo de matrimonio y celular; lo visible de valor que portara. Sucede que en las urbes venezolanas los delincuentes comunes de las barriadas prácticamente tienen licencia para delinquir. ¿Cómo y por qué? El régimen reclutó a gamberros como paramilitares, en algo que llaman “milicias bolivarianas”. Para esto les dieron arma y carné de milicianos.
Aunque el verdadero objetivo de dichas milicias es intimidar a la disidencia, lo que logran eficientemente, el inesperado daño colateral al armarlos es que han generado un despliegue masivo de actividad delictiva sin castigo, pues las tales milicias no son sino peligrosos vándalos amparados por la dictadura. Que además colaboran con el narcotráfico controlado por los líderes de la satrapía.
Básicamente, esa es la razón del porqué las urbes venezolanas se encuentran entre las más peligrosas del mundo.
No más salir del aeropuerto, me percaté también de que los edificios empiezan a mostrar una apariencia similar a los de La Habana, despintados, invadidos por manchas de humedad y con partes de su infraestructura destruidas.
Huyendo desesperadas, personas de ingresos medios han vendido valiosos apartamentos por $15.000. Ni se hable de la actividad productiva. Pregunté el porqué de una fila de personas, de casi 75 metros, que partía de un establecimiento fuertemente enrejado: “Se trata de una panadería”, me aclararon de inmediato.
Las rejas, porque en el pasado la saquearon, y la fila por el desabastecimiento de harina. El pan se entrega a ciertas horas y quien llega temprano consigue su ración. Las zonas industriales son ciudades fantasma. Grandes complejos donde se ensamblaban vehículos Ford o Chrysler hoy son ruinas arqueológicas. Es imposible renovar una flota vehicular, pues ya ni ingresan vehículos nuevos al país.
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De todo, lo que más impacta es ver numerosos transeúntes demacrados y mal alimentados. Una realidad que de alguna forma lo llega a invadir a uno, pues el solo hecho de ver con algún grado de desnutrición a la mucama que asea la habitación donde uno se hospeda, genera un sentimiento de angustia existencial. Salvo que uno sea un cínico, es imposible estar allí, ver en pasmosas necesidades a servidores que en ese momento lo atienden amablemente y no sentir cierta vergüenza por mi propia comodidad.
Sin embargo, salvo la voz de aliento y la momentánea propina solidaria que en el instante se puede dar, uno se va del país sabiendo que nada más puede hacer para evitar que esa tragedia perviva en ellos.
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El autor es abogado constitucionalista.