¿En qué momento se hizo normal destruir la honra de la gente públicamente, así, como si nada? ¿Cuándo calumniar a alguien en las redes sociales se transformó en una forma de reivindicación religiosa, ecológica, político-partidaria o de derechos humanos?
¿Cómo es posible que a la difamación de una persona se sumen pequeños o grandes hatos, sin la menor idea de si es verdad lo que se dice, y pongan su fe en quien lo habla por su afiliación a un partido político o doctrina religiosa? ¿Cuándo y por qué cada quien, que tenga la suficiente relajación ética para afirmar barbaridades sobre determinadas personas, actúa cómoda y felizmente sin que nadie lo aparte como a alguien de quien hay que desconfiar por ímprobo? ¿Desde cuándo las personas con escasa formación intelectual y débil constitución moral parecen gobernar bajo la ley del amedrentamiento?
Frente a ese siniestro escenario, este otro: el mundo donde las personas esforzadas por ser buenas artistas, estudiantes, deportistas o trabajadoras son vistas con recelo.
He conocido colegas que no sugieren ninguna idea novedosa en su trabajo por el simple hecho de no ser considerados chupamedias por sus colegas, porque los molestarán.
En esta tierra empujada por el ejército del tiránico Immortan Joe (personaje de la película posapocalíptica «Mad Max: furia en la carretera»), gana más quien tiene maña, cuestionables estándares éticos y muchos contactos, que quien construye sus sueños a base de valentía, sucedida muchas veces de fracasos seguidos por nuevos esfuerzos.
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Tampoco importará que, finalmente, tenga éxito, como conseguir una buena obra de teatro, una medalla o una empresa bien constituida: en los primeros casos, es probable que los resultados sean ignorados y, en el último, se dirá que prospera porque vende drogas o lava dinero.
Aquí, la persona que ayuda y trata con generosidad es tomada o por tonta, por ingenua, o manipuladora, y no faltará quien se aproveche para sacarle lo que pueda antes de hacerla objeto de su vilipendio. Así, quien da no está en nada y quien quita, lidera.
Decía el periodista español Jesús Quintero que siempre ha habido analfabetos, pero que la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como una vergüenza, que nunca como ahora la gente había presumido de no haber leído un libro en su vida y que los analfabetos de hoy son los peores porque en la mayoría de los casos han tenido acceso a la educación: saben leer y escribir, pero no ejercen.
A su certera afirmación habría que agregar a quienes padecen analfabetismo emocional y se la pasan produciendo odio cada vez que pueden, porque no encuentran otra forma de lidiar con la vida.
Será por eso —digo yo— que se volvieron esa cosa horrible que se pasea por el mundo acorralando a la gente más sensata para sumirla en un silencio y temor que imposibilitan toda palabra o acción con la que pudieran poner un límite a quienes piensan que porque gritan más duro y con lenguaje más soez tienen la verdad.
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Será también por eso que cada día se dificulta más ilusionarse con proyectos que impliquen construir algo conjunto para nuestra institución o nuestro país, y la gente prefiere quedarse agazapada, secreteando sus preferencias políticas o intelectuales.
A esa gente que pasa callada para que no la maltraten les recuerdo que hay honor en oponer resistencia a una época que amenaza con ser de las peores.
A esa otra, la que parece que vive con los dedos conectados a un tomacorriente, les recomiendo el tratamiento con un psicoanalista para que se hagan cargo de sus demonios internos o, en su defecto, sigan los pasos de la ilustrísima Teresa de Ávila y practiquen el arte de la meditación.
La autora es catedrática de la UCR.