En mi pueblo había dos personajes que ejercían una fascinación en mí, aumentada con el recuerdo de los años. De niña, los miraba sin parpadear y trataba de escuchar cada palabra, notar cada gesto de sus caras y advertir todo movimiento que hacían con sus cuerpos.
A uno de ellos, lo conocí cuando era muy pequeña y al otro, en la adolescencia muy temprana. Al primero le decían Millones en son de burla. El nombre del segundo me lo reservaré.
Millones era un anciano empobrecido que deambulaba por las calles, noche y día, jalando un saco de gangoche lleno de cosas misteriosas para mí, hasta el día en que lo vi ponerlas sobre la calle. Se trataba de basura.
El otro era un muchacho que cargaba con la desgracia de ser poco agraciado físicamente y con un hermano que tenía fama de ser el más guapo del pueblo.
Ambos se caracterizaban por carecer de los límites sociales típicos del proceso de civilización, estudiados en sus diversas manifestaciones por la antropóloga británica Mary Douglas y la urbanista estadounidense Jane Jacobs.
Básicamente, decían lo que se les ocurriera y también actuaban, más o menos, a su antojo. Uno de ellos podía bailar en media calle y en circunstancias poco ortodoxas; el otro reía a carcajadas porque sí. Ambos conversaban prácticamente con cualquiera.
Millones, para decir la cantidad increíble de dinero en su posesión y su poder adquisitivo. El otro, para afirmar que era un extraordinario bailarín premiado, amigo íntimo de los integrantes de las bandas musicales del momento y con una fila de mujeres hermosas detrás de él.
Esa pareja me hipnotizaba. Actuando con un profundo desprecio por los hechos, afirmaban con la seguridad de quien no necesita demostrar sus palabras.
En particular, me asombraba la capacidad del otro para tener un caminado, una expresión facial y un modo de hablar que, quienes crecimos en los pueblos, identificamos fácilmente con el estilo de los galanes. Y el desenfado de Millones, cuya mirada era la de quien tiene la vida asegurada.
Eran tomados por locos —por su facilidad para dejarse llevar por sus deseos y las fantasías que trazaban caminos hacia su imaginado cumplimiento— y se reían de ellos sin disimulo.
Comprensiblemente, nadie los tomaba en serio o les seguían la corriente como otro medio de burlarse de ellos. La ausencia de límites siempre ha sido equiparada con locura, según la psicoanalista costarricense Priscilla Echeverría.
Ustedes entenderán las analogías posibles entre los personajes descritos y una tipología de aspirantes presidenciales que, gracias a su capacidad para fabricar espectáculos, llegan al cargo máximo de un país.
Época de extremos
En el terreno de la política, la teórica política belga Chantal Mouffe se refiere a la naturaleza sustancialmente teatral y afirma que nunca se trata solamente de hechos, sino de puestas en escena cuyo resultado es la producción de identidades políticas, afectos y narrativas. Pero quizá estemos en una época en la que se está llegando a los mayores extremos.
El asunto a veces espanta, a ratos enfurece o provoca una incredulidad de caer sentada, pero también da risa. Si existe un fenómeno contemporáneo que tenga todo el derecho de llamarse tragicómico, es el ascenso de una clase política a la que podemos llamar teatrales, en el sentido radical del término.
Su origen, que viene del griego clásico, lo define como “lugar para ver”, es decir, teatral era el lugar físico desde el cual se miraban las representaciones de obras.
Hoy, afirmar que existe una clase de políticos teatrales es aseverar que ellos son tanto el espectáculo que debe ser observado como el medio a través del cual captan la atención. Es decir, son tanto la película como el televisor, debido a su excesiva necesidad de ser el centro de atención.
Sus escenificaciones tienen guion, dirección, actores, espacio, vestuario, utilería, iluminación, sonido, colaboración, audiencia y, posiblemente, ensayos. El resultado suele ser delirante y causar un fuerte impacto.
Como afirma Peggy Phelan, profesora en la Universidad de Stanford, en general, la performance y la representación tienen una potestad para afectar las dinámicas de poder en contextos políticos y sociales, y dan forma a identidades políticas.
No ocurre únicamente en las puestas en escenas que buscan crear algún tipo de conciencia social, sino también en los montajes al servicio propio.
Hambrientos de halagos
Buscan ser el centro de las miradas. Hambrientos de halagos fenomenales, no hay duda, pero también ser todo, todo el tiempo para todos. Es decir, construirse una omnipresencia y una omnipotencia equivalentes al autoritarismo populista tan fácilmente reconocible.
Son, como Millones y el otro, visibles a leguas. Ahí están, sin un gramo de destreza, actuando como rockstars con un micrófono, tirándose a pista como expertos bailadores, tocando timbales, mandando besos por video como los más apuestos del barrio, actuando como los más simpáticos o inteligentes.
La realidad no importa, pues tienen el don de los gemelos fantásticos: “¡Poderes de los gemelos fantásticos, actívense!” en forma de león, de jaguar, de oso, de águila, un pajarito.
El problema es el lugar de figura y responsabilidad pública que ocupan, lo cual desaconseja el actuar poco sensato y vuelve imperativa la claridad del juicio propio.
Ser presidente de un país no es un juego para validarse o tapar las propias inseguridades. Dependiendo de quién llegue, puede, por acción u omisión, ocasionar grandes perjuicios al país, como deterioro ambiental, aumento de la violencia, desprestigio, desconfianza internacional, menoscabo de la calidad de vida, inestabilidad política, afectación del sistema democrático, desequilibrio económico y corrupción.
El poder ficticio no los faculta para tener ideas y actuar de forma significativa para el país. Es decir, si un presidente posee como cualidad más notable su capacidad de producir narrativas imaginarias, pero está desprovisto de lo necesario para gobernar con diligencia y sabiduría, hará un mal papel.
Por lo general, como su base es construir historias y todas tienen buenos y villanos, su presencia agrava la convivencia ciudadana y aumenta el odio y los conflictos sociales, pues uno de sus objetivos es causar una división social de la que saben obtener provecho.
Nuestro futuro como sociedad nos impone reflexionar sobre las razones por las cuales este tipo de personajes están llegando al poder, las consecuencias para el país a largo plazo y los desafíos más urgentes que debemos atender.
En estos momentos, nos obliga el deber cívico de trabajar en medidas para fortalecer la confianza en el sistema democrático y restar fuerza a los comportamientos teatrales y populistas. Porque una puesta en escena no se monta sola, necesita un público con sus aplausos o abucheos.
Merecemos personas con grandes cualidades para gobernar, no comportamientos llamativos que, a lo sumo, las harán parecer juglares.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.