Los estilos de vida altamente demandantes, como lo describe Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, muy probablemente, sean la causa de la caída de la tasa de natalidad y la creciente preferencia por tener mascotas en lugar de hijos.
Cambios culturales en que se valora más la autonomía personal y profesional, junto con la inestabilidad económica, el alto costo de criar hijos, la creciente participación de las mujeres en la educación y el trabajo, y la incertidumbre global ante crisis ambientales, económicas y sociales, se combinan para producir ese efecto que nos tiene metidos en un zapato sobre cómo se sostendrán los sistemas económicos en un futuro.
La vida urbana y acelerada limita el tiempo y el espacio para la crianza de hijos, mientras que las mascotas ofrecen compañía emocional con una aparente menor demanda. Hay una redefinición de los vínculos afectivos, donde compartir la vida cotidiana con un animal puede llenar el deseo de crianza en un mundo considerado por muchos como incierto o poco favorable para formar una familia.
No obstante, poseer una mascota, además de ser un acto de afecto y compañía, implica también responsabilidades hacia la salud y el bienestar propio, de las mascotas, y, sin lugar a duda, de los demás. Quien posee animales de compañía debe comprender que está en el deber de cumplir con obligaciones legales, éticas y sociales que protegen la salud colectiva.
La Ley de Bienestar de los Animales (N.° 7451), establece el deber de los propietarios de garantizar las condiciones adecuadas para la tenencia de sus mascotas. Además, introduce un principio para la convivencia responsable: la tenencia de animales no debe representar una amenaza para otras personas, animales o el ambiente. Aunque quizá evidente, suele obviarse –o ignorarse–, a pesar de su dimensión intrínseca en salud pública.
En tiempos de alta urbanización y densidad poblacional, con el aumento en la adopción de mascotas, el contacto entre animales y personas es más frecuente e inevitable. En este contexto, la Ley General de Salud (N.° 5395), cobra un rol preponderante: “… ninguna persona podrá actuar o ayudar en actos que signifiquen peligro, menoscabo o daño para la salud de terceros o de la población, y deberá evitar toda omisión en tomar medidas o precauciones en favor de la salud de terceros”. (Art. 37).
Casos como mordeduras de perros, transmisión de enfermedades zoonóticas, proliferación de vectores asociados a animales mal cuidados, y —de forma muy concreta— la contaminación por heces en espacios públicos, constituyen riesgos reales que deben abordarse desde una lógica preventiva, regulatoria y educativa.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), el 62,2% de los hogares costarricenses (unos 1.133.257) tienen al menos un perro o gato como mascota: dos millones de perros y uno de gatos. Estos datos reflejan la magnitud de la responsabilidad compartida que debe implicar la tenencia de mascotas en el país.
Por ello, recolectar las heces de las mascotas no es una cortesía opcional ni un gesto de urbanidad trivial: es una obligación ciudadana que tiene implicaciones directas sobre la salud pública. Las heces no recogidas en parques, aceras o áreas verdes frecuentadas por niños se convierten en un foco de riesgo para la transmisión de enfermedades. Además, su descomposición contribuye a la contaminación del suelo y de cuerpos de agua, con repercusiones ambientales y sanitarias.
Dejar excrementos en la vía pública es una forma de agresión pasiva contra la comunidad, una manifestación de descuido que denota falta de empatía y de conciencia colectiva: si una persona decide tener un perro, debe asumir que su mascota no puede circular sin supervisión, no puede agredir a otras personas, y no puede convertirse en una fuente de contaminación.
No hay excusa válida para ignorar el deber de vacunar y desparasitar adecuadamente a la mascota; así como no la hay para no portar una bolsa recolectora de heces al salir a pasear a un animal.
A propósito, por favor, les pido que antes de recoger las heces con la bolsa, les coloquen una toalla de papel encima; así, luego, podrán depositar esas heces en el servicio sanitario y no en un basurero. Hay que pensar en quienes recolectan nuestros desechos caseros, así como en quienes rebuscan en los vertederos y rellenos sanitarios.
La libertad de tener un perro o un gato no puede estar por encima del derecho de una persona a caminar segura por la calle, y a disfrutar de espacios públicos limpios y seguros.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
