En mi casa hay termitas. La empresa fumigadora me advirtió de que muy posiblemente algunos estantes y varios de mis releídos libros son insalvables: los insectos depositan sus huevecillos tan profundamente que estos eclosionan aun después de la segunda desinfección.
Siento un gran dolor por Rayuela, una de las víctimas. Paso los días tan ocupada que pospuse tontamente la curación.
Les revelo un asunto casero como analogía para introducirlos en mi reflexión inmediata: la erosión del significado de vivir en democracia.
Timothy Snyder, en su libro Sobre la tiranía, cita al abolicionista estadounidense Wendell Phillips, quien dijo que “el maná de la libertad del pueblo debe recogerse cada día, porque si no se pudre”.
Sin ser pretenciosa, coincidimos en la mayor de mis preocupaciones, la llamada “obediencia anticipatoria”, es decir, adaptarse instintivamente, sin reflexionar, a una nueva situación, como expone este profesor en Yale.
Ejemplo de ello es que para decomisar un celular se necesita la orden de un juez, nadie puede ser despojado ni obligado a despojarse de sus posesiones si no existe una investigación en curso y el permiso judicial.
En una reunión entre personas que ocupan cargos públicos, donde se van a tratar asuntos de interés público, existen maneras respetuosas del Estado de derecho para lograr el mismo fin.
Si la presidenta ejecutiva del INS deseaba la concentración total de los participantes durante la charla, una solicitud bastaba. Obligar a un diputado y a otros funcionarios a entregar los dispositivos electrónicos es a todas luces un deseo de anticiparse a que la conversación no pudiera llegar de alguna manera al escrutinio ciudadano.
Estoy segura de que en otro tiempo y en otras circunstancias la presidenta del INS jamás habría hecho una petición similar, y su protesta habría sido enérgica si se cambiaran los papeles, y fuera a ella a quien se lo pidieran.
Estoy segura también de que el jefe de gabinete que ordenó a los directores de Comunicación de las instituciones estatales limitar el flujo de información pública tampoco habría girado la orden en otro tiempo y en otras circunstancias, menos con las palabras que escogió, pues sabe cómo se sostiene la democracia. Lo mismo puede decirse de la ministra de Comunicación.
Snyder no echa mano de las termitas para explicar cómo se produce la erosión de la democracia, sino de un ejemplo extremo, el del nazismo y otros sistemas del pasado en un análisis sobre Estados Unidos, cuyos ciudadanos se han visto a sí mismos como baluartes de la democracia, sin comprender “que la naturaleza humana es tal que la democracia estadounidense debe ser defendida de los estadounidenses que pudieran aprovecharse de sus libertades para provocar su final”.
Lo ilustra recordándonos cómo en la era de Stalin los carteles propagandísticos retrataban a los agricultores ricos como cerdos. Tras poner a los pobres contra los más prósperos, el gobierno requisó las tierras de todos para las nuevas granjas colectivizadas. Muchos saben cómo terminó la historia: con la inanición de gran parte del campesinado soviético.
La historia siempre es ingrata con los más pobres, porque los que tienen recursos, aunque hayan apoyado ciega o conscientemente a quien después muestra signos de alejarse de las normas democráticas salen en avión hacia el exilio, a los demás les queda caminar por montañas, caer en manos de coyotes o morir camino a la libertad.
Por eso, hoy se sabe que los países democráticos deben apoyar a los que también lo son. La vieja esperanza de que los “malos” se vuelvan “buenos” cuando ven la belleza de vivir en países donde se respetan los derechos ya no funciona. Occidente lo aprendió a palos, con cuentagotas.
Termino con otro pasaje de este libro que se lee en un dos por tres, sobre Churchill, uno de los personajes que me apasionan: “Tras la caída de Francia, Hitler esperaba poder llegar a un acuerdo con Churchill, pero este se negó. Les dijo a los franceses ‘hagan ustedes lo que hagan, nosotros seguiremos luchando y luchando sin parar”. La misma actitud tenemos los periodistas.