El presidente, Carlos Alvarado, dijo que quienes se oponen a la reforma fiscal no aman a Costa Rica. Me parece desafortunada esa expresión, por cuanto cada uno puede tener su propia percepción de la forma ideal de resolver el problema fiscal. Es cierto que, dada la magnitud del déficit heredado a esta administración, la forma menos complicada de resolver es la imposición de nuevos tributos.
De hecho, por muchos años consideré que ese era el primer paso para empezar una verdadera reforma fiscal, pues daría aire a las autoridades para empezar un programa de profundas reformas que atacaran las verdaderas causas del enorme desequilibrio que vivimos. Algunos amigos me trataron de ingenuo por presumir que, una vez obtenidos los recursos para parchar muy parcialmente el enorme hueco, se seguiría con la verdadera reforma. Si bien tenía mis dudas, mantuve confianza en que el nuevo gobierno tendría la intención y valentía de entrar a una solución más permanente con una profunda reforma institucional.
Cambio de posición. Sin embargo, en el transcurso de estos meses se han venido suscitando acontecimientos que están dando razón al escepticismo de esos amigos. Después de una serie de anuncios sobre ajustes apenas cosméticos, para dar señales de que se iría hacia una reducción significativa del gasto público, las cosas se han estado enfilando por un rumbo distinto.
En primer lugar, seguimos empecinados en hacer una reforma tributaria que vive la ilusión de que en este país los impuestos discriminatorios son una forma apropiada para redistribuir ingresos. Seguimos confundiendo bienes meritorios con bienes que consumen solo los pobres y se cree, ingenuamente, que eximiéndolos de impuestos vamos a lograr beneficios para esos grupos. No dudo de que la educación, la salud, la canasta básica, ciertos tipos de organizaciones sociales, etc., son bienes meritorios, pero la mayoría de ellos están fuera del alcance de las clases más populares. A la larga, eximiéndolos de impuestos, más bien se profundiza la mala distribución del ingreso y la riqueza y, sobre todo, crean odiosas discriminaciones.
Lo lógico es una reforma tributaria pareja, que trate a todo mundo por igual y sea la política de gasto la que vaya al rescate de los grupos más desfavorecidos.
Impuestos para otros. Pero, lo más decepcionante es que, cuando se pide sacrificio a todos, volvemos a la muy trillada práctica de estar de acuerdo con cualquier reforma siempre y cuando no me afecte a mí ni a mis amigos.
Los primeros en saltar al cuadrilátero son los sindicatos del sector público, a quienes pareciera no caerles la peseta de que, en buena medida, la reestructuración del gasto público debe empezar por una reorganización completa de las instituciones estatales, incluyendo movimientos de personal en todas direcciones y una racionalización radical de los sistemas de incentivos salariales, así como la derogación de privilegios absurdos incluidos en convenciones colectivas.
Parecen no darse cuenta de que la alternativa para mantener los esquemas actuales es un masivo esquema de despidos. Mejor que todos tengan trabajo, con remuneraciones racionales, a que queden solo unos cuantos con privilegios absurdos. Eso sí, que los empleados sean reubicados en actividades e instituciones en donde su aporte neto a la producción del país sea positivo.
La mayoría de los empleados públicos cumplen a cabalidad sus funciones, pero se vuelven una carga si los tienen haciendo cosas que nada aportan al país. Antes bien, muchas de esas actividades, interfieren con el sector privado y reducen su productividad. El desperdicio de recursos en muchas áreas del gobierno contrasta con su falta en lugares más urgentes.
Pensiones de lujo. Cuando se pide comprensión a los pensionados de lujo para que, por razones más morales que legales acepten una racionalización de sus privilegios, la respuesta, al menos por lo que vemos en la Corte Suprema de Justicia, es un violento portazo. Los exmagistrados, haciendo gala de su poca disposición a colaborar, recurren a las vías legales para tratar de impedir que se haga un poco de justicia en sus desproporcionadas gratificaciones. Mientras tanto, las pensiones para los grupos de más bajo nivel siguen congeladas en cotas de hambre.
Hay actividades productivas y grupos que no tienen justificación válida para estar exentos de impuestos y, mucho menos, para recibir subvenciones estatales o subsidios cruzados. En este campo existe una interminable orgía de privilegios a la cual se debe poner coto.
Universidades públicas. Bien es sabido que las universidades públicas son una burda fuente de distribución negativa de ingresos, es decir, toman dineros de las clases más pobres para dárselo a los grupos menos pobres. Una proporción significativa de los estudiantes universitarios no son pobres y podrían pagar esquemas de matrícula mucho más acordes con los ingresos familiares de cada uno.
Además, las universidades públicas tienen un parasistema de generación de ingresos por ventas de servicios que, en la actualidad, son para los docentes e investigadores que trabajan en ellas, con una participación apenas simbólica para esas instituciones educativas. Esto tiene un agravante: al inflar tanto los ingresos de los funcionarios terminan abombando las pensiones que reciben al final de sus carreras, como hemos visto en la práctica. Es hora de que las universidades entren en razón y acepten que el esfuerzo debe ser de todos y no son un satélite de un mundo aparte
Dudoso privilegio. Pero la medalla de oro de las injusticias se la lleva el ministro de Educación, Édgar Mora. En un acto oprobioso, en la negociación con los rectores para definir el financiamiento de las universidades, se sacó de la manga un supuesto excedente de recursos del MEP por ¢15.000 millones que de forma generosa cedió al Fondo Especial para la Educación Superior (FEES), porque él no los necesitaba. Es injusto.
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En primer término, es sospechoso que el MEP tenga recursos ociosos que no le sirven para nada, a pesar del enorme déficit y carencias en la infraestructura educativa. Y, en segundo lugar, si el gobierno dice que hay semejante crisis fiscal, ¿cómo se da el lujo este ministro de desviar fondos asignados a una población probada de estudiantes de medianos y bajos recursos para satisfacer las extravagancias de las universidades? En todo caso, bastaría devolverlos a Hacienda.
Desde luego, puede tener razón el presidente Alvarado cuando nos dice que la no aprobación de nuevos impuestos nos lleva al precipicio. Pero es injusto que sean otros los que se metan la mano al bolsillo para resolver este problema, mientras algunos siguen mondos y lirondos sin intentar el menor esfuerzo. El pueblo tiene un dicho en materia de justicia: o todos en el suelo, o todos en la cama. Es probable que sin la reforma fiscal todos estaremos en el suelo, pero pareciera que, en este país, esa es la única salida.
El autor es economista.