Donald Trump quisiera inmigrantes noruegos. Gente rubia, alta, ordenada, laboriosa, educada y limpia. Gente exitosa con quien comparte rasgos físicos y ciertos comportamientos. Pero lo probable es que no tenga éxito. Hoy los noruegos poseen un nivel de vida más alto que el estadounidense y encuentran que en su país democrático, libre y pacífico abundan las oportunidades de mejorar con el propio esfuerzo. No tienen por qué emigrar. A casi nadie le gusta marcharse a lo desconocido.
En cambio, el destino (o la geografía, que es casi lo mismo), le ha deparado a Trump inmigrantes mexicanos, brasileños, guatemaltecos, cubanos, puertorriqueños, dominicanos, hondureños, haitianos, colombianos y –últimamente– venezolanos, y otros shitty people que huyen de sus fallidas sociedades en busca de seguridad y progreso. (Shitty people, “gente de mierda”, es el término denigratorio e injusto que ha puesto en circulación el propio presidente de Estados Unidos en una conversación supuestamente privada).
En realidad, dos tercios de la población mundial están mucho más cerca de los shitty people que de los noruegos. Una laxa descripción de las sociedades de la India, Pakistán, Filipinas, Indonesia, China, las naciones árabes y subsaharianas, una parte de Europa, Rusia y América Latina, provocarían en Trump la misma ofensiva definición que usó para referirse a salvadoreños, haitianos y africanos.
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Mal camino. En todo caso, es absurdo pensar que la solución a los problemas está en la homogeneidad social. Contar con una sola raza, una sola religión, un solo idioma solo nos garantiza el aburrimiento, la monotonía y el atropello. Por ese camino se llega al nazismo y al exterminio de las personas diferentes. El mensaje glorioso de las ideas republicanas y de las monarquías parlamentarias es que la diversidad no solo es inevitable: resulta, además, muy conveniente.
En el censo de 1790 en Estados Unidos había, grosso modo, cuatro millones de americanos blancos, casi todos de origen inglés o irlandés, y medio millón de esclavos negros. De los aborígenes quedaban un puñado que ni siquiera solían ser contados. En el 2018, son 325 millones de personas, de las cuales el 72 % son blancas, el 13 % negras y el 16 % hispanas, extraña definición que tiene que ver con el colonizador europeo.
Ese enorme salto se ha logrado mientras el país se desplazaba a la cabeza del planeta. En 1890, Estados Unidos ya era la mayor economía del mundo. Después de más de un siglo continúa siéndolo, aunque solo crece al ritmo de un 2 % anual.
Eso quiere decir que, al menos hasta hoy, ha funcionado espléndidamente la máquina de convertir shitty people en ciudadanos productivos y creadores de riqueza, extremo que no debe sorprendernos: la especie es la misma. Cambian las circunstancias, los incentivos y las instituciones.
Progreso. Los hijos de los campesinos polacos o rusos, en numerosos casos procedentes de minúsculas aldeas judías o shtetl, se transformaron en notables médicos, abogados y scholars de toda índole.
Los hindúes, fragmentados en 200 castas en su país de origen, en Estados Unidos constituyeron el segmento con más alto nivel de ingresos. La segunda generación de cubanos, cuyos padres habían transformado a su isla en un improductivo desastre colectivista, alcanzaron un notable grado de escolaridad y desempeño económico.
Lo que quiero decir es que Estados Unidos no necesita noruegos. Necesita instituciones, leyes justas, oportunidades de desarrollarse y estímulos morales y materiales para el emprendiento individual. Si eso se mantiene, los haitianos, lentamente, se transformarán en noruegos aunque mantengan sus rasgos étnicos.
Al fin y al cabo, los admirables noruegos de hoy fueron fieros vikingos, rústicos y brutales, que tenían la fea costumbre de escupir en la bañera por la que todos solían pasar a quitarse la sangre y el barro del camino tras el exterminio de pueblos adversarios. Entonces los noruegos eran shitty people.
[©FIRMAS PRESS]
Carlos Alberto Montaner es periodista y escritor. Su último libro es el ensayo “El presidente: manual para electores y elegidos”.