Costa Rica necesita un cambio estructural en su economía. Aunque el país ha experimentado crecimiento económico recientemente, es imperativo abordar los desafíos y promover una transformación productiva que no solo impulse la economía, sino también la sostenibilidad a largo plazo y el progreso social de sus habitantes.
Los instrumentos para la transformación estructural son las políticas de desarrollo productivo. Se definen como aquellas estrategias gubernamentales que apuntan explícitamente a la transformación de la estructura de la actividad económica para alcanzar diversos objetivos.
Típicamente, el objetivo es estimular la innovación, la productividad y el crecimiento económico; sin embargo, también debe incluir metas como generar empleos de calidad, apoyar regiones rezagadas, impulsar las exportaciones o fomentar la sustitución de importaciones.
Dado que estas políticas se centran en producir cambios estructurales, una característica es el ejercicio de elección y discreción de las autoridades públicas: “Se promueve X, pero no Y”.
Las políticas de desarrollo productivo adoptan diversas formas, pero siempre incentivan que los actores del sector privado, como empresas, emprendedores e inversionistas, actúen de manera consistente con la dirección prevista del cambio estructural.
Los subsidios a las exportaciones, la inversión y la innovación son los tipos más comunes de políticas de desarrollo productivo. Sin embargo, el abanico abarca desde la protección de las importaciones hasta exenciones de regulaciones específicas y la provisión pública de insumos esenciales, como tierra, energía, agua, infraestructura o capacitación.
Puesto que la atención gubernamental es un recurso escaso, la colaboración público-privada centrada en aliviar las restricciones enfrentadas por sectores específicos o grupos de empresas, como consejos de deliberación o mesas redondas entre empresas y el gobierno, también se considera una política de desarrollo productivo (PDP).
La década de los ochenta
Las PDP no son nuevas. En la década de los ochenta, Costa Rica ejecutó una serie de cambios estructurales exitosos al verse enfrentada al flagelo de la deuda, la escasez de divisas, la baja productividad, la inflación galopante y un enorme desempleo.
El país decidió integrarse a la economía global aplicando un conjunto de medidas relacionadas con la liberalización unilateral, la eliminación de controles al comercio exterior, la administración del tipo de cambio, la atracción de inversión extranjera y una mayor participación en acuerdos comerciales multilaterales, regionales y bilaterales.
Pero, sobre todo, se privilegió a sectores específicos. Aquellos precisamente vinculados al comercio exterior tanto de bienes como de servicios. Las exportaciones no tradicionales fueron subsidiadas por medio de los certificados de abono tributario, el turismo recibió exoneraciones considerables y se promovió la inversión extranjera directa por medio de estímulos fiscales.
Los resultados positivos de estas políticas son más que evidentes: aprovechamiento de nuestra propuesta de valor alrededor del talento, la paz y la sostenibilidad, creación de nuevos y mejores empleos, generación de divisas —cruciales para cubrir nuestras necesidades de importación—, encadenamientos con industrias locales, transferencia de conocimientos y tecnología, recaudación de impuestos nacionales y municipales, mayores cuotas para la seguridad social y oportunidades incrementales de consumo.
Desafío territorial
Pese a los éxitos, existe una divergencia en el desarrollo económico del país que se manifiesta de varias formas y en distintas dimensiones. Tenemos las brechas geográficas en lo que he llamado la Costa y la Rica para hacer referencia a las desigualdades de oportunidades y resultados entre habitantes de distintas regiones, las divisiones respecto al ingreso de las personas relacionadas vinculadas a la escolaridad y preparación de la mano de obra y las diferencias en productividad entre sectores de la economía, entre lo que se conoce como el régimen definitivo y el de zona franca.
Un gran desafío es la divergencia territorial. Los habitantes de las costas y las fronteras merecen tener las mismas oportunidades que los de la Gran Área Metropolitana y, sobre todo, opciones reales de trabajo.
Para ello se necesita una política integral de desarrollo productivo que favorezca e incentive las actividades que crean empleos de buena calidad en estas zonas. Los elementos fundamentales de tal política deben ser:
1. Creación de una categoría especial de renta para empresas de los ámbitos agroindustrial y turístico, que complemente los esfuerzos de la Ley de fortalecimiento de la competitividad territorial para promover la atracción de inversiones fuera de la Gran Área Metropolitana.
2. Reducir los costos de contratación, principalmente los componentes vinculados a la planilla que no van a la seguridad social, flexibilizar la contribución social de las actividades generadoras de empleo en las zonas rurales y potenciar esquemas alternativos, como las jornadas anualizadas.
3. Ampliar los alcances del Programa Descubre para que, de forma transversal, las instituciones relacionadas con la agricultura y el desarrollo rural trabajen de forma coordinada la promoción de la productividad a través del descubrimiento de nuevas actividades, la atracción de inversiones, la investigación y desarrollo, y la remoción de cuellos de botella.
4. Proveer financiamiento oportuno a las empresas de acuerdo con sector, capacidad y tamaño. El Sistema de Banca para el Desarrollo es el mecanismo ideal para liderar esta transformación. Para ello debe hacerse uso eficiente de todas sus herramientas: avales, capital semilla, capital de riesgo y fomento de capacidades humanas y empresariales.
En conclusión, la necesidad de un cambio estructural en la economía es innegable, a pesar de éxitos previos en transformaciones económicas pasadas. La ejecución de políticas de desarrollo productivo se erige como la herramienta clave para garantizar el crecimiento sostenible, la equidad territorial y el progreso social.
Aunque se han identificado brechas geográficas, educativas y sectoriales, el enfoque en superar la divergencia territorial destaca como el principal desafío por afrontar.
Las propuestas concretas, como la creación de incentivos fiscales para sectores específicos, la reducción de los costos de contratación y aumentar la eficacia del Sistema de Banca para el Desarrollo serían un camino claro para la consecución de estos objetivos.
En última instancia, una política integral de desarrollo productivo enfocada en generar empleo de calidad en regiones menos desarrolladas se presenta como fundamental para asegurar un futuro económico sostenible y equitativo para todos los habitantes de Costa Rica.
Víctor Umaña es economista agrícola. Realizó sus estudios de posgrado en Economía Política Internacional en la Universidad de Berna y el ETH de Zúrich, Suiza. Es consultor internacional en comercio internacional, competitividad y desarrollo sostenible.