Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), un trastorno mental se caracteriza por una alteración clínicamente significativa de la cognición, la regulación de las emociones o el comportamiento del individuo.
La mayoría de las veces se asocia a angustia y discapacidad funcional en otras áreas esenciales de la persona. La misma OMS brinda una serie de datos que deben llamar nuestra atención, por ejemplo, que una de cada ocho personas en el mundo padece un trastorno mental, que hay variados tipos de trastornos y que, a pesar de que existen tratamientos, no están al alcance de todos.
Una epidemia es, por su parte, el aumento, en un lugar determinado y en un momento específico, de algún evento. Generalmente, lo asociamos a enfermedades, aunque prefiero hablar de eventos, pues hay condiciones que no califican estrictamente como enfermedades, por ejemplo, divorcios, deserción escolar, desempleo, suicidios, homicidios, sicariato, consumo de drogas o alcohol, informalidad, deforestación, pérdida de diversidad de flora y fauna, reducción de polinizadores, entre muchos.
Son eventos estudiables, entendibles y explicables por medio de la epidemiología. Son, entonces, enfermedades socioeconómicas, socioafectivas, psicosociales, ambientales, etc., pero otras tantas serían condiciones, mas no enfermedades.
Con la pandemia de covid-19, los trastornos mentales se incrementaron en cantidad y magnitud. La mayoría de los expertos mundiales convienen en ello, y los reportes globales lo consignan.
En nuestro país, se produjo un incremento en los trastornos de conducta disocial en escolares y colegiales, especialmente, aunque el resto de la población no escapa a ello.
Quizás muchas personas lo vean con indiferencia y, consecuentemente, escale a magnitudes más altas de violencia o mecanismos de escape, como el consumo de alcohol o drogas ilícitas.
No solo en niños y jóvenes se nota, también adultos actúan de forma desafiante, oposicionista y negativamente en ambientes laborales y familiares.
La misma tendencia se observa con respecto a la depresión, la ansiedad, los desórdenes alimentarios, la esquizofrenia, los trastornos del neurodesarrollo y, con especial incidencia luego de la pandemia, el estrés postraumático.
No podemos dejar de pensar que la covid-19 representó un trauma muy fuerte, sea porque la padecieron de forma grave con internamiento en una unidad de cuidados intensivos (UCI), o por la muerte o el tránsito de un ser amado en una UCI, con lo que ello representó.
Desafío histórico
Pero antes de la pandemia, tales condiciones mentales alteradas eran un considerable problema para el mundo. Si se utilizan los datos de carga de enfermedad del Instituto de Métricas en Salud de la Universidad de Washington en Seattle, en específico los años de vida ajustados por discapacidad (AVAD), que miden el tiempo perdido producto de la discapacidad o la muerte prematura por una enfermedad en particular, en nuestro país, en el 2019, por trastornos mentales, alcanzó un 13,7 %.
Cuando se desagrega por sexo, se nota una mayor incidencia en hombres (un 15,5 %) que en mujeres (un 11,6 %). No obstante, al entrar en detalle por causas específicas, se constata que hay eventos que afectan mucho más a las mujeres, como la ansiedad, la depresión, la esquizofrenia, el desorden bipolar y los desórdenes alimentarios.
En los hombres, la mayor carga es atribuible a los desórdenes de conducta de consumo abusivo de drogas y alcohol, el daño autoinfligido y la violencia interpersonal.
En las tres últimas condiciones, la diferencia es del 242, 347 y 383 %, mientras que, en ansiedad y depresión, las mujeres doblan la carga de los hombres. El panorama resulta especialmente preocupante en las personas de entre 15 y 49 años, en que la carga de algunos de estos trastornos se puede hasta duplicar.
Estos son datos del 2019, pero si nos vamos a los reportes mundiales que indican el incremento de este tipo de condiciones durante y después de la pandemia, con un probable efecto a mediano y largo plazo aún mayor, no nos será difícil imaginar que estas cifras muestren preocupantes incrementos.
Los abruptos cambios ocurridos en los determinantes sociales de la salud, en especial en los estructurales, relacionados con la desigualdad (edad, género, etnia, territorio, clase social, mercado de trabajo, políticas del estado de bienestar y políticas macroeconómicas), se convierten en factores decisorios para la empleabilidad, los ingresos, la situación económica y el bienestar material en general, y tienen el potencial de sumar y multiplicar AVAD por trastornos mentales.
Hallar mecanismos para ayudar
Los especialistas en salud mental, trabajo social y orientación no dan abasto para atender a tantas personas que requieren su ayuda, al mismo tiempo que los medicamentos contra estos trastornos se agotan en las farmacias.
Dado que las causas son principalmente estructurales y multifactoriales, las respuestas no son sencillas ni a corto plazo. Como toda epidemia, es necesario tratar de hacer contención, incluso sin tener todo el cuadro completo.
El papel de la Secretaría Técnica de Salud Mental y del Consejo Nacional de Salud Mental, junto con los otros actores involucrados e interesados en el problema, deben abocarse primero que nada a establecer la magnitud, a conocer las formas como se presenta y a quiénes afecta en mayor medida.
La academia, los sindicatos de la educación, las asociaciones solidaristas, los empleadores públicos y privados, el sector cultural, algunos ministerios, como los de Trabajo, Economía, Seguridad, Hacienda y Justicia, por mencionar unos pocos, deben involucrarse en forma decidida a controlar y reducir el enorme peso que tales trastornos significan para nuestra sociedad.
Es posible que pequeñas acciones surtan grandes efectos para enfrentar el problema. Es cosa de ser diligentes y creativos.
El autor es profesor de Epidemiología en la UNA desde hace 20 años. Ha publicado unos 140 artículos científicos en revistas especializadas.