“¿Dónde está Nin, gobierno Negrín?”, decía un grafiti trotskista en la convulsa Barcelona de 1937, al que, posteriormente, los comunistas contestarían escribiendo: “en Salamanca o en Berlín”. Andreu Nin era el líder del POUM, un partido de izquierdas en Cataluña. Había vivido nueve años en la Unión Soviética, donde llegó a ser secretario personal de Trotski. Ya en España, fue conseller de Justicia del Gobierno de Tarradellas en 1936. Tenía 44 años y criticaba con dureza, tanto al comunismo estalinista como al socialismo del presidente de la República española, Juan Negrín.
A poco de iniciada la guerra civil, se desató la pugna por la hegemonía en el bando republicano entre socialistas, comunistas, anarquistas y trotskistas. Una lucha cainita en la que, como suele ocurrir, la primera víctima fue la verdad.
La prensa comunista retrataba a los trotskistas como espías al servicio de Hitler y Franco. Esa es la narrativa absurda que, ante la desaparición de Nin, les permitía burlarse de la pregunta por su paradero contestando que estaría con sus compinches en Berlín o en Salamanca.
Lo cierto es que agentes soviéticos del NKVD, liderados por el temible Alexander Orlov, armaron pruebas falsas para relacionar a los líderes del POUM con Franco, secuestraron a Nin con la vista gorda del gobierno español (que temía que Moscú cortara los suministros armamentísticos que sostenían a la República y retirara a sus asesores militares) y, a finales de junio de 1937, lo desollaron vivo.
Vilezas semejantes pueden contarse de las derechas, de los creyentes, de los ateos y de cualquier tradición política, ideológica o religiosa que puedan imaginarse. No pretendo, por ello, caracterizar distintivamente a un sector del espectro político. Traigo a colación el caso Nin para invitar a superar la pueril creencia, extendida entre sectores progresistas, en una especie de bondad intrínseca de las personas y organizaciones de izquierda, que las lleva a negar o minimizar sus abusos o, en el mejor de los casos, a admitir que “se pueden cometer errores”, pero que, aun así, el apoyo a los proyectos que incurran en estos no debe flaquear en atención a la nobleza de sus fines.
El mejor ejemplo de esta valoración complaciente de la viga en el ojo de “los nuestros” es aquella de la que se beneficia hoy la izquierda gobernante en España. Está compuesta por dos grupos, uno grande y cohesionado, que es el histórico PSOE, y la desarticulada y menguante izquierda a la izquierda del PSOE, primero Podemos y hoy Sumar. Empiezo con ese segundo grupo, no vaya a ser que, para cuando me publiquen el artículo, ya se haya acabado de extinguir.
Aparecieron en la escena pública hace justo 10 años. Su meteórico ascenso en las redes sociales, en las encuestas y en las urnas, los envalentonaron. Anunciaban (por millonésima vez en los anales de los refritos discursivos) una “nueva política”, con la cual asaltarían los cielos y se traerían abajo a “la casta” (la política tradicional encarnada en el PP y el PSOE), a la que no dejaban de amedrentar con un ridículo “tic-tac-tic-tac” que expresaba, según ellos, la inminencia de su conquista del gobierno. Personas a las que admiro, como Castells, Villacañas o Martín-Barbero, sucumbieron a su encanto. A quienes desde el principio señalamos su demagogia, autoritarismo e iliberalismo, nos tildaron de reaccionarios.
De todo aquello, tras una macabra voladera de piolets por la nuca, no queda nada más que escombros. Pablo Iglesias volvió a ser lo que siempre fue, un tertuliano faltón, solo que ahora con programa propio, acompañado de un excheerleader de Putin, desde el cual se dedica a atacar a su sucesora, que él mismo designó al mejor estilo del dedazo priista, pero que luego le quitó el Ministerio de Igualdad a su pareja. Otros de más bajo perfil, Bescansa y Espinar, por ejemplo, prejubilados de la política. Algunos penosamente desprestigiados, como el xenófobo Verstrynge o Íñigo —el feminista— Errejón y alguno más, como el zafio Monedero, operando todavía hoy de bufones de Maduro. Por cierto, no deja de ser risible que, habiendo nacido esta grey de las protestas de los indignados contra el gobierno de Zapatero y sus recortes, ahora vean en el expresidente a un gran líder por su vergonzosa defensa de la dictadura venezolana.
Luego de tanta alharaca, esa izquierda a la izquierda del PSOE volvió a ocupar el lugar residual que siempre tuvo desde la transición a la democracia. Amenazaban con que le darían el sorpasso a los socialistas y acabaron sirviéndole de escabel a un individuo que habría impresionado al mismísimo cuervo ingenuo de Javier Krahe por su cínica mendacidad: el presidente del gobierno, Pedro Sánchez.
Habría que empezar señalando que Sánchez, en realidad, no gobierna, porque ni siquiera presupuestos puede aprobar. Solo sirve de tapón para que el partido más votado, el PP, no gobierne. Como no puede sumar, divide y polariza, satanizando a la opción que hay frente a él, la preferida por los españoles en las urnas. De hecho, en el fondo argumental de su discurso no pide el voto para él, sino contra su rival, aduciendo lo inaceptable que sería para España una alternativa de gobierno como la que tuvo de 1996 al 2004, y del 2011 al 2018.
Con ese cuestionable fin, justifican todos los medios. El principal, la mentira. En el 2019 Sánchez matoneó con que la Fiscalía, siguiendo su dictado, llevaría detenido a Puigdemont a España. Lo que ocurrió, en cambio, fue, en el 2021, el indulto a los líderes independentistas en prisión por sedición y malversación, en el 2022 la reforma al Código Penal para suprimir el delito de sedición, y, en el 2024, la amnistía que Sánchez y otros voceros del gobierno dijeron, antes de las elecciones, que ni la respaldaban, ni era siquiera posible en el ordenamiento jurídico español. La razón del cambio, como en todas las ocasiones anteriores, fue la misma: a falta de respaldo en las urnas, Sánchez necesitaba los votos de los delincuentes para permanecer en el poder.
Sus fans no lo ven así. Afirman que Sánchez concedió la amnistía para salvar a España de la derecha del PP. El problema de esa lectura es que obliga a tragarse, también, que, en ese mismo empeño, pactó con los filoetarras de Bildu, no obstante parecerles tan nefastos para el País Vasco, que ahí hizo lo propio para que gobernara la derecha del PNV. Eso sin mencionar que, después, para librar a Cataluña de la derecha independentista de Junts (con la que había pactado para librar a España del PP), prometió a la izquierda independentista de ERC un pacto fiscal que le permita a esa comunidad autónoma (de las más ricas de España) sustraerse del régimen tributario común. Así, a su país, que ya tiene uno de los indicadores de riesgo de pobreza más altos de la Unión Europea y que es, también, de los más desiguales, Sánchez le obsequia un pacto fiscal contrario a la lógica progresista de que quien más tiene contribuya más.
Aunado a lo anterior, para acabar de cumplir con todos los rasgos del líder populista, Sánchez la ha emprendido contra la prensa crítica (descalificándola, presionando para evitar publicaciones y, posiblemente, promoviendo purgas como las del anterior equipo periodístico de El País), contra la oposición (por ejemplo, hay fuertes indicios de que filtraron información tributaria para perjudicar a una opositora política) y contra el Poder Judicial (acusándolo de actuar de forma politizada cuando no resuelve como él quisiera). Ha copado cuanto puesto técnico estaba disponible para poner a personas por su filiación política y, mientras sacaba pecho por reconocer al Estado palestino, abandonó al pueblo saharaui frente a la monarquía marroquí.
Sin embargo, no hay mentira ni traición de Sánchez más dañina que el haberse disfrazado, ahora, de luchador contra la desinformación. En un inteligente libro del 2007, Al Gore reflexionaba sobre el deterioro del debate político, su crispación y poco respeto por la verdad. Pero advierte que no podría culpar solo a Bush de ello. Reconocía que los demócratas, incluido el gobierno del que fue vicepresidente, habían contribuido a esa deriva tóxica. Sánchez, por el contrario, pareciera convencido de que la posverdad es monopolio de la derecha. Y entonces llama a combatirla señalando solo a sus adversarios, mientras ha convertido al Palacio de la Moncloa en una productora de desinformación, como, por ejemplo, sin pudor alguno, hizo su ministra portavoz, Pilar Alegría, “informando” que el auto de la Audiencia Provincial de Madrid sobre la investigación contra la esposa del presidente, por tráfico de influencias, decía exactamente lo contrario de lo que dice y de paso presionando para que se archiven las diligencias.
Si algo facilita la desinformación y el abuso de poder es la actitud tribal de creer que “eso es algo que hacen los otros”, que el debate político es siempre un enfrentamiento de buenos contra malos. O conmigo o contra mí. En la “sanchosfera digital” todo el que critique estas barbaridades es un facha, sea Savater, Pérez Reverte, Sabina o el propio Felipe González.
Mal pronóstico, porque, entre una derecha a lo Trump o Milei, en la que asoma la rata muerta del bacilo fascista que Camus retrató en La peste, y este tipo de izquierdas, que se resisten a asumir, de verdad, los principios del liberalismo político, la defensa de los derechos humanos, la división de poderes, el imperio de la ley, el respeto elemental por los hechos, la palabra dada y la pluralidad política, nuestras democracias se precipitan hacia una confrontación de farsantes encantados del refuerzo simbiótico que mutuamente se prodigan.
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El autor es abogado.