Ante la acusación federal formal contra Donald Trump de conspirar para invalidar las elecciones presidenciales estadounidenses del 2020 y continuar en el cargo, sus abogados y defensores sostienen que simplemente ejerció su derecho a la libertad de expresión de acuerdo con la primera enmienda de la Constitución de EE. UU. Hay que entender entonces dónde termina la libertad de expresión y empieza el delito de defraudación.
Que las acciones de Trump hayan sido palabras no implica que estén protegidas por la Constitución; por el contrario, numerosos delitos implican transponer los límites de lo que se puede decir. Por ejemplo, es ilegal mentir a los funcionarios de las fuerzas del orden o a un jurado, o presentar un producto como seguro cuando no lo es.
Tampoco se puede incitar intencionalmente a la violencia inminente, calumniar a sabiendas la reputación de la gente ni caracterizar a menores de manera sexualmente explícita. Esas leyes, y otras que también ponen límites a la información, existen por buenas razones: protegen a la sociedad de daños significativos.
En una democracia liberal, socavar deliberadamente al sistema electoral es el más grave de esos perjuicios. Por ello, existen leyes para proteger la legitimidad y justicia de las elecciones, que prohíben la difusión irresponsable o intencional de declaraciones patentemente falsas.
En muchos estados está prohibido crear boletas falsas o mentir sobre los pasos necesarios para emitir el voto, ya que eso interfiere con el derecho a votar. Tampoco se puede mentir sobre las afiliaciones con las campañas, ni en las declaraciones de campaña o publicidad política. En todos esos casos, confundir o engañar intencionalmente a los votantes sobre temas o candidatos puede constituir un delito.
Aunque el gobierno nunca debe acallar las palabras valiosas, cuando alguien se expresa en forma tal que implica un fraude moral o comercial —algo que funciona, de hecho, como “acto contrario a la libertad de expresión”— hay que desalentarlo, y se puede prohibir en aras de evitar perjuicios sociales y políticos significativos.
Nadie cree que porque es ilegal mentir al FBI o hacer falsas declaraciones sobre las ganancias o los productos de las empresas se restringen las libertades individuales. El valor que brindan esas protecciones a la sociedad supera por mucho sus costos. Como sostuve en otra ocasión, la regulación de las actividades de expresión diseñadas para trastornar al proceso democrático sigue una lógica similar.
Proteger la integridad del proceso electoral
A menudo, el miedo a acallar la expresión protegida de la palabra eclipsa a la necesidad —igualmente apremiante, pero que a veces compite con ese derecho— de proteger las condiciones mínimas para lograr un mercado robusto de ideas y opiniones.
A veces, las acciones estatales que amenazan la libre expresión realmente causan daños inaceptables, pero otras —como en el caso de las leyes que regulan los actos de expresión que incitan a la violencia inminente o defraudan al público—, para evitar daños inaceptables hay que limitar el acceso a la información o restringir la expresión.
Proteger la integridad del proceso electoral es un imperativo que trasciende a la afiliación a los partidos políticos: las sociedades democráticas liberales tienen derecho a tomar las medidas apropiadas para proteger la integridad de las elecciones, así como a ser intolerantes con la intolerancia porque, parafraseando a Robert Jackson, juez de la Corte Suprema, la democracia no es un pacto suicida.
Una de las principales directivas de cualquier constitución funcional debe ser el establecimiento de la protección de las condiciones mínimas necesarias para que ese régimen constitucional sobreviva y prospere. Quienes en nombre de la libertad de expresión renunciarían al poder de regular las prácticas iliberales que coartan el ejercicio significativo de ese mismo derecho recurren a una paradoja que no podemos ni debemos aceptar.
La regulación estatal contra los actos de habla no tiene que ver con la censura de ideas impopulares ni con aplastar opiniones desagradables, sino con garantizar la infraestructura de la democracia para permitir la libre circulación de una amplia gama de opiniones e ideas.
Importancia de la deliberación informada
Esa es la única forma en que la deliberación informada (colectiva e individual) funciona. La principal prioridad de la democracia debe ser garantizar un ecosistema de comunicaciones en el que todos los ciudadanos puedan participar sin el estorbo de campañas deliberadas (locales y externas) para privar a la comunicación política de significado. Las democracias incapaces de mantener la confianza en el propio proceso de deliberación tienen los días contados.
Quienes buscan ventajas injustas en las elecciones subvirtiendo deliberadamente el discurso democrático pierden la protección que le corresponde al discurso democrático: el derecho constitucional a la libertad de expresión no escuda a las declaraciones fraudulentas.
La protección de la integridad electoral y el ideal democrático del discurso deliberativo requiere este límite (cuando menos, en igual medida a la necesaria para proteger al mercado económico).
La promesa de la libertad sin un marco legal y político apropiado que la garantice es una promesa vacía. Las salvaguardas fundamentales que protegen la dignidad, autonomía y libertad de expresión individual deben basarse en una evaluación prudente de las condiciones que generan niveles inaceptables de daño social y político.
A la luz de estas premisas, las acusaciones penales federales contra Trump por conspirar para anular la elección presidencial del 2020 protegen intereses nacionales fundamentales, entre los que se cuenta la integridad de la propia primera enmienda.
Richard K. Sherwin, profesor emérito de Derecho de la Escuela de Derecho de Nueva York.
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