Voy a empezar la lectura de La ciudad de los vivos, de Nicola Lagioia. La novela viene aderezada con elogiosos comentarios. El acontecimiento que origina la historia es un asesinato brutal acaecido en Italia, en marzo del 2016. Antes de comenzar a leer, es todo lo que sé, el resto me lo explicará el autor.
Ya se sabe que el crimen, como realidad o ficción, es un enigmático fenómeno humano que ha producido literatura ilustre desde el principio de los tiempos. Me remonto, obviamente, al personaje indescifrable de Caín y la consecuente pesquisa de Yahvé. El crimen ha cautivado la pasión de lectores que se cuentan por millones. Solo soy uno de ellos.
Nada más natural que me disponga a comenzar la lectura con la avidez que siempre pongo a este tipo de historias, advertido de que a las pocas páginas me embargará un espíritu justiciero, para seguir la pista del asesino o saldrá de su oscuro reducto, la ambigüedad moral que nos acompaña, muy a nuestro pesar, mientras seguimos las peripecias funestas de personajes como el imperdonable Ripley, de Patricia Highsmith.
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Más acá de la ficción, el crimen, como motivo de atención, seduce, especialmente, cuando en la realidad, de algún modo, nos roza. Entonces, puede convertirse casi en una obsesión. Por motivos muy distintos, me sucedió en dos casos. El primero, fue el llamado crimen de Tabarcia de Mora, que seguramente pocos recuerdan porque data de finales de los años 40 o principios de los 50. No intentaré contarlo. Tuve cercanía con él, mucho después de ocurrido, porque en mi paso por las clases de derecho penal se me encargó revisar el expediente y observar los vestigios del delito que todavía se conservaban en el archivo judicial.
El segundo fue un crimen que se cometió en la comunidad donde vivo, en el que un personaje muy familiar fue ultimado, mediante el empleo de un instrumento punzocortante, que todavía no se sabe quién empleó.
A partir de los dos casos, me empeñé en escribir relatos que nunca acabé. Lo más imprudente que hice fue un artículo, publicado en este periódico, que versaba sobre el segundo caso, donde me atreví a afirmar que conocía la identidad del homicida. No tenía idea, pero corrí el riesgo de que si este todavía existía, también acabara conmigo.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.