Cerca del fin de la Segunda Guerra Mundial, en julio de 1944, bajo la guía de John M. Keynes y Harry Dexter White, en Bretton Woods, Nuevo Hampshire, delegados de 44 naciones aliadas adoptaron un sistema cambiario en el cual el dólar tendría un valor fijo respecto al oro, de $35 la onza.
Los demás países tratarían de operar con un tipo de cambio fijo y harían ajustes solo en casos muy justificados de desequilibrio estructural. El esquema contribuiría a incrementar y estabilizar el comercio internacional, y elevaría el bienestar general al eliminar la competencia entre países por la vía de la devaluación arbitraria.
Los acuerdos de Bretton Woods incluyeron la creación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que para algunos son hoy buenas palabras y para otros, malas.
Los países aceptaron el esquema de Bretton Woods, pero varios políticos se resintieron por el hecho de que Estados Unidos fuera dueño de «las fichas» del comercio y las finanzas mundiales, pues podía imprimir dólares y comprar viñedos y mansiones en Europa o Australia, si lo quería.
Charles de Gaulle fue especialmente celoso, y durante su mandato giró instrucciones para el cobro de las ventas de Francia a Estados Unidos en oro, no en dólares. Luego se opuso al ingreso del Reino Unido a la Comunidad Económica Europea, por temor a que por la puerta de atrás se colara Estados Unidos.
El viernes 13 de agosto de 1971 Richard Nixon reconoció que la cantidad de oro que respaldaba el dólar en Fort Knox comenzaba a contraerse y, para adelantarse a posibles movimientos especulativos contra el dólar, lo cual afectaría la economía de su país y el esquema mundial, citó a un pequeño grupo de asesores a una reunión secretísima en Camp David (tan secreta que ni siquiera debían informar de ella a sus familiares) con el objeto de decidir cómo enfrentar la situación, pues era un asunto de enorme impacto global: si devaluar el dólar, de modo que la tasa de cambio pasara a $70 la onza de oro, y la disponibilidad del metal respondiera por la cantidad de moneda en circulación, o si desvincular del todo el valor del dólar del oro.
Se consideró que una devaluación no era la salida apropiada, porque los agentes económicos interpretarían que les seguirían otras, y eso introduciría mucha incertidumbre, quizá caos, en la economía global.
La tarde del domingo siguiente, 15 de agosto de 1971, se anunció lo decidido: a partir de ese momento, y durante cierto tiempo, el dólar no tendría ligamen con el oro. Pero lo acordado llegó para quedarse, pues continúa en operación 50 años después. Los tipos de cambio flotantes son la regla y pocos cuestionan su bondad.
Lo decidido significa que, en materia cambiaria, las monedas no tienen la garantía de ningún metal precioso, ni de semillas de cacao ni nada por el estilo. Se aceptan de buena fe, esperando que las autoridades económicas del país que las emiten se comporten de manera responsable.
De acuerdo con la teoría del otro tonto, un tonto acepta una moneda fiduciaria solo porque espera que otro tonto se la acepte por el mismo valor. Cuando no es el caso, como en Cuba y Venezuela, la gente se espabila, abandona la moneda nacional y se escuda en otras (por ej., el dólar, su «enemigo imperialista») que les ofrezcan seguridad.
«La moneda mala desplaza a la buena», dice una conocida ley, porque la gente busca deshacerse cuanto antes de la primera, la utiliza en todas sus transacciones y guarda con especial celo la segunda.
El divorcio del dólar estadounidense del oro fue una buena decisión, tomada en un par de días, y el que el precio de la onza de oro ronde hoy los $1.760 no constituye problema. En el horizonte no se ve otra moneda que tome su papel a escala mundial, ni siquiera el euro o el renminbi.
El autor es economista.