Una vez sir William Harcourt exclamó: “Ahora todos somos socialistas”; aproximadamente una centuria después, el presidente Nixon lo cambió por: “Ahora todos somos socialdemócratas”; tres décadas más tarde David Harvey hizo referencia a ello y concluyó que lo más apropiado sería “ahora todos somos neoliberales”. Pasados 13 años, me doy la venia de sustituirlo por “ahora todo es neoliberalismo” o al menos todo lo que no nos gusta.
Neoliberalismo en la actualidad es, probablemente, la palabra de mayor uso en las discusiones políticas, esto en lo noticioso, mas no solo ello define la relevancia de desmitificar su significado, en el ámbito filosófico Hegel postuló que el concepto es donde el pensamiento actúa y deviene concreto en sí y en lo plenamente cotidiano (fuera del destino de las naciones y de la captación de los universales), siempre se nos advierte de no hablar sin saber lo que se dice.
Casi a la plenitud poblacional si se le ausculta por el autor y la definición de tan dichoso vocablo, responderán que consiste en una ideología que abandera las privatización, desregulación y reducción del aparato estatal, que su principal representante es Milton Friedman, que su ejecución se inicia con las administraciones de Reagan y Thatcher y un largo etcétera detrás.
Todo eso se comenta y, sin embargo, está bastante alejado de la realidad. La palabra que nos atañe fue dada a luz mucho antes de los 80, en concreto, 40 años antes. Nuestra historia comienza con uno de los periodistas más preclaros de los anales estadounidenses: Walter Lippmann, quien redactó un libro que para la época resultaba toda una novedad: The Good Society (traducido al español como Retorno a la libertad), en este se esbozan encomiables críticas a los modelos autoritarios, pero también al liberalismo (desde la acumulación de la propiedad hasta los atisbos de iusnaturalismo).
Discusión. En una coyuntura en la cual un paradigma parecía haberse desprestigiado producto de la Gran Depresión, la obra de Lippmann caló hondamente en el intelectualismo, tanto así que Louis Rougier convocó en Francia a un coloquio para su discusión. La premisa era clara: “Meditar un nuevo rumbo”.
Ese nuevo rumbo necesitaba un nombre, las propuestas sobraron y las hubo de todo tipo (“buen liberalismo”, “liberalismo de izquierdas”, entre otros) hasta que Alexander Rüstow dio en el clavo: neoliberalismo.
Mas la preeminencia de este hecho no se esconde en su fecha, sino en su trasfondo, lo que el comunicador (quien valga decir era un íntimo amigo de Keynes) propuso en su texto era un modelo que defendía una intervención estatal activa en la economía y quien finalmente dio nombre a este nuevo esquema no era nada más ni nada menos que uno de los padres del ordoliberalismo, en otras palabras: el neoliberalismo no tiene nada que ver con lo que hoy día se dice que defiende, prueba irrefutable de ello es que en Alemania, lugar de origen de Rüstow, si se habla de neoliberalismus se relacionará con la Escuela de Friburgo, mucho más que con el minarquismo. Es más: existen pruebas documentales en las que Ludwig Erhard señala que su movimiento comparte mucho con el neoliberalismo.
Pregunta. Si esto es así, ¿de dónde viene la vinculación con el liberalismo?, opciones hay múltiples: desde errores de traducción en las obras de Mises, hasta relaciones simplistas entre un tiempo y otro.
Empero, lo acuciante no es el origen de la confusión, sino lo extremado de su difusión, cuya existencia no requiere de elevadas cavilaciones: no es otra cosa, sino lo que Bacon denominada los ídolos del teatro, lo que en lógica se conoce llanamente como falacia ad verecundiam, la tendencia a creer todo lo que una fuente de buena reputación nos comenta; y es que, siendo honestos, escuchar a genios de la talla de Stiglitz homologar neoliberalismo y fundamentalismo de mercado invita a cualquiera a hacerlo.
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Contrastar información, no ignorar a quienes sostienen ideas distintas a las propias y “no quedarse con la duda”: las claves para no caer en mentiras, “neoliberalismo” es un ejemplo, mas de ellas hay por montones a diario y conformarnos solo nos hace más vulnerables a caer en otras.
El autor es estudiante de Economía.