Una noticia publicada el domingo 18 de febrero pasó casi inadvertida, tal vez porque nos hemos acostumbrado a leer historias sobre escuelas maltrechas y niños escolarizados con recursos mínimos. También estamos acostumbrados a escuchar acerca de travesías en lanchas, pangas, caballos, carretas y otros medios de transporte para llevar la educación a los lugares recónditos del país.
La labor de los docentes es encomiable, pero en la nota había algo diferente, un detalle que debió mover al ICE, la Sutel, el Fonatel, principalmente al MEP o al país entero a buscar una forma de cambiar el final: la mayoría de los alumnos de la Escuela La Islita terminan su educación en la primaria, ya que no hay un colegio para cursar la secundaria.
En un momento en que la empleabilidad exige un segundo, e incluso un tercer idioma, habilidades para trabajar en entornos cambiantes, flexibilidad y estudios en múltiples carreras, sobre todo tecnológicas, es crucial imaginar cómo será el futuro de los estudiantes de La Islita.
No quiero decir con esto que los obstáculos sean insalvables; sin embargo, es una utopía creer que un joven logre ir más allá de las posibilidades presentes si persisten las condiciones descritas.
La directora Marjorie Obando y la educadora Dania Trejos emprenden diariamente un viaje de 20 minutos en panga desde Puntarenas hasta el centro educativo, situado en los manglares del golfo de Nicoya. Como relató la periodista de La Nación Valeria Martínez, todo depende de las condiciones del mar, lo que significa que, en ocasiones, el tiempo impide impartir las lecciones.
Quienes leyeron la nota completa deben haber suspirado; sin embargo, no deja de ser irónico que, en una era en la que es posible instruirse hasta el grado universitario inclusive por medios virtuales, a 25 niños se les prive de más de 6 años de clases.
¿Deben los niños de La Islita conformarse con tan poco? La reducción del presupuesto educativo para becas, transporte y otras necesidades básicas de las poblaciones con menos recursos parece responder con un sí: que sigan recogiendo mejillones para ayudar a sus padres. Aunque sonríen en las fotografías, al mirar con detenimiento, no parecen estar completamente felices, a diferencia de aquellos que deciden su futuro en la Casa Presidencial.
gmora@nacion.com
La autora es editora de Opinión de La Nación.
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Los estudiantes de La Islita