El engaño y la mentira son elementos esenciales para encubrir acciones violentas, sobre todo, cuando pretenden ser proclamas de un programa fraudulento que busca consolidarse como poder absoluto. Pero no tenemos que engañarnos al pensar que estos son fácilmente reconocibles.
La sutileza en la elaboración de sus artimañas son el secreto de su éxito; conocer cómo se articulan es lo único que puede garantizar la construcción de una estrategia eficaz para contrarrestar los efectos de la manifestación de violencia y el odio. Para ejemplificarlo, podríamos enfocarnos en la relación entre el victimario y la víctima.
Por definición, el victimario es el que produce o prepara una acción homicida, mientras que la víctima es quien se sacrifica. Pero los mecanismos de la violencia intentan subvertir la posición de cada uno, porque los que ejercen violencia se presentan como víctimas y su acción como desesperación.
Así, la violencia se presenta como restitución de la justicia, aunque en realidad es todo lo opuesto. Para que este mecanismo sea eficaz, la víctima real tiene que aceptar el discurso de su agresor y sentirse la causa del problema, el motivo de su reacción violenta y la organizadora del conflicto. El violento es sádico y despiadado y su triunfo consiste en hacer sentir a su víctima culpable.
Violencia mentirosa
En Nicaragua vemos este mecanismo actuar con total cinismo. Ejerciendo una violencia descarada, una tiranía encuentra en todos sus opositores, enemigos de la patria; en todas las actividades económicas que no puede controlar, lavado de dinero o promoción del narcotráfico; en el libre ejercicio del periodismo, corrupción; y en las actividades religiosas críticas de sus excesos, terrorismo, sea porque se trata de actividades verdaderamente humanitarias, se reflexiona a la luz de los más altos valores judeocristianos o se apoya pacíficamente el derecho a discutir y promover políticas alternativas.
Ante esta situación muchos han huido, seguramente motivados por preservar su capacidad de incidencia en Nicaragua, aunque sea a la distancia, pero sobresale una actitud diferente. Monseñor Rolando Álvarez no acepta estos mecanismos de la violencia mentirosa, aunque su libertad se vea afectada por la prisión. Sin embargo, podríamos preguntar, ¿quién es más libre, el régimen tiránico o el obispo encarcelado? No hay duda que quien ejerce un libre albedrío claro y sin ambages es el obispo. Al aceptar, si bien como acto de desesperación, las intenciones detrás de los actos de la mentira, terminamos suponiendo que el poder mentiroso tiene una palabra poderosa y potente.
En la situación de la Nicaragua actual, el drama político se ha convertido en el escenario de un conflicto entre palabras diferentes. Estamos frente a dos concepciones del mundo y de la vida humana contradictorias, que reclaman al mismo tiempo su aceptación incondicional. No nos engañemos, empero, con esta descripción, esos dos discursos se mueven en ámbitos muy diferentes y no son para nada expresiones discursivas con una meta común, como en el caso de las discusiones político-electorales.
La mentira, como todo discurso oportunista, tiene su horizonte en lo temporal y transitorio: obtener algo que se considera necesario para la existencia, lo que en el pensamiento de Lacan es el equivalente al objet petit a, porque el mentiroso no puede entender el amplio contexto en el que la existencia se desenvuelve.
En otras palabras, el que miente no puede permitir que se comprenda la realidad como es, inabarcable e incontrolable, y, por ello, fantasea con la necesidad de aferrarse a un simple objeto de deseo, considerándolo como la única verdad; y, en consecuencia, la propia acción violenta no es más que un intento desesperado por negar la propia mediocridad y miedo.
Quien defiende la verdad, por otro lado, sabe que no se puede aferrar a lo transitorio, porque cada vez que nos enfrentamos con lo real, este se nos presenta como desafío, como oportunidad de crecimiento y posibilidad de mayor conocimiento en la creatividad. Para la persona que busca la autenticidad, el horizonte es trascendente, porque su interés es transformar la propia existencia en posibilidad de vida para todos. De ahí su pretensión de ser contraposición a toda limitación externa del ejercicio de la libertad, aunque esto implique transformarse en víctima de quien lo odia, sea por la razón que sea.
Francisco de Asís
Este drama lo vemos en muchos textos bíblicos, principalmente en la relación entre el profeta y sus adversarios, entre Jesús y la élite sacerdotal, entre los apóstoles y el Imperio romano; también lo reconocemos en muchas historias humanas, como la de Gandhi, Mandela, Martin Luther King y muchos otros. Nos preguntamos, sin embargo, si podemos encontrar una razón que justifique esta lucha desde un punto de vista existencial y humano en la tarea de construir la paz.
Viene a la mente un pequeño texto procedente de Francisco de Asís. Se le ha intitulado “La perfecta alegría”. Fue escrito en un tiempo en el que este simple fraile experimentaba muchas preguntas acerca de sus intenciones más profundas, porque se sentía invadido por la duda que suscitaba en él algunas posiciones de sus hermanos de la Orden.
Francisco era un hombre con un carácter y temperamento muy fuertes, su persona está muy lejos de las imágenes edulcoradas a las que estamos acostumbrados. Pero no hay duda de que su mayor esfuerzo fue colocarse al servicio de los seres humanos, iluminado por Jesús y su evangelio. Fue una forma de canalizar sus grandes dotes de líder y de encauzar una fuerte personalidad que, en sus primeros años de juventud, encontraba que la violencia podía ser un camino factible para lograr el éxito y el reconocimiento personal. El fracaso de este sueño lo hizo convertirse.
Tornando de Tierra Santa, ya en los últimos años de su vida, Francisco dicta unos pensamientos a su compañero de viaje, el hermano León, otra persona problemática y muchas veces difícil de sobrellevar. Sus palabras giran en torno a una pregunta: ¿Qué es la perfecta alegría? Comienza considerando el éxito que podría tener su movimiento en el mundo. Imagina a los más grandes intelectuales y gobernantes entrando en la Orden, pero en eso no encuentra una alegría verdadera. Piensa luego en la posibilidad de tener una fe tan grande como para convertir a todos y poder hacer milagros. Pero tampoco en este ideal religioso se encuentra la alegría perfecta.
Su mirada, de repente, se mueve en otra dirección, tal vez inspirado por el pesado camino que emprendieron de regreso a Italia. Imagina a él junto a León caminando de Perusa a Asís, una distancia de veinte kilómetros, en invierno, con frío, en medio de la noche, todo embarrado. Por el clima inclemente, se forman carámbanos de hielo en los bordes de sus hábitos que laceran sus piernas hasta sangrar.
Llegan al convento, tocan a la puerta y el hermano no los recibe por ser simples e incultos, considerando que ya no los necesitaban porque eran muchos y exitosos. Terminan siendo mandados a pedir posada al leprosario.
Libertad a través de compasión y realidad
Francisco termina diciendo que, si ha conservado la paciencia y no se turba, ya se encontró la perfecta y verdadera alegría, la virtud y la salvación del alma. Es decir, si no se ha dejado seducir por el ansia de obtener grandes logros, sean profanos o religiosos, si sigue siendo un ser humano que tiene compasión y que logra entender que aquellas palabras de desprecio son solo el producto de una persona que vive en la ilusión de pensarse superior, aunque en realidad es solo un portero y no el iniciador de todo ese gran movimiento de la Orden franciscana, entonces, habría alcanzado la verdadera libertad y la paz del corazón.
Desde este punto de vista, Francisco nos recuerda que lo importante no es vivir de sueños, que se mantienen con mentiras, odios, rencores y violencias. Es estar abiertos a la realidad, aun cuando pensemos que lo ideal sería que fuera diferente todo. Sería también una ilusión querer exigir a ese pobre portero sin compasión que sea perfecto, porque no podríamos incidir en él.
Con todo, el ejemplo de Francisco y León podría ser un mensaje profético de gran profundidad. No dejar de caminar, a pesar de la pesada noche, no tener miedo de tener que quedarse con los leprosos del mundo, ya que fuimos expulsados de nuestro propio hogar y, aun así, amar.
Solo personas capaces de reconocer los peligros que supone vivir de ilusiones y de deseos mezquinos pueden ser constructores de paz. Solo ellos descubren los intríngulis que impone al mundo la mentira y, por ello, no le tienen miedo, sino que asumen la tarea de seguir caminando, aunque la tentación de hacerlo sea grande por el dolor que produce en nuestra alma el frío cinismo de la mentira.
El autor es franciscano conventual.