Es difícil describir la pendiente resbalosa de la política estadounidense, pero todo juicio sería incompleto sin «platitudes» banales. En la cámara de resonancia en que nos movemos, Biden es mucho mejor que Trump. Inmensa su empatía y experiencia. Su visión reformista es atinente. Apunta a superar brechas sociales, raciales y territoriales que minan la cohesión social. Busca labores titánicas de modernización, aplazadas «sine die» en un país que solo invierte sin aspavientos en su industria militar.
Pero propósitos éticos y sociales no bastan. Las visiones necesitan acción; la intención, política pública; las transformaciones, ver la luz. Pero ahí no pasa nada.
El gobierno está empantanado. Biden está siendo vapuleado por todos lados, su liderazgo sometido a duda y su competencia, cuestionada. Su aprobación va en caída libre.
En su toma de posesión tenía un 55 % de popularidad. Ahora solo un 38 % aprueba su desempeño (Quinnipiac University). ¿Cómo se gestó semejante viraje? Y, más importante, ¿podrá salir de ese hueco? A nueve meses de su cargo, Biden pareciera no poder traducir sus propuestas en acciones.
Si bien Biden obtuvo amplia mayoría, sus resultados legislativos fueron ajustados. Con Georgia logró los 50 escaños del empate senatorial que se rompe con el voto de la vicepresidenta. Pero el implantado filibusterismo demanda 60 senadores para una ley. Eso explica la parálisis. Aun así, existen excepciones al filibusterismo. Una de ellas es la «conciliación» en asuntos presupuestarios. La legislación de ayuda para afrontar la covid-19 fue aprobada con ese recurso, pero necesitó cada voto demócrata.
Para bien o para mal, el punto de inflexión es la gran propuesta de Biden. Prometió emular la grandeza del «New Deal» de Roosevelt y la Gran Sociedad, de Johnson. «Es una inversión única en una generación», dijo Biden. Así, resumió una inversión de $4,5 billones en cambio climático, infraestructura social, física y digital, una red de apoyo, ayuda educativa, promoción de empleo y superación de brechas territoriales.
«Es grande, sí. Es audaz, sí». Y agregó: «¡Podemos llevarla a cabo!». ¿De veras? ¡Ojalá! Para ello, necesita cada voto demócrata y no los tiene. Esa piedra angular depende de los senadores Manchin y Sinema. Ellos aceptarían algo menos ambicioso, pero el ala progresista no cede un cinco y la división conduce a peligrosa parálisis.
No es su único flanco. A escala estatal, hay un asalto generalizado al derecho al voto. El Centro Brennan señala 19 estados que han promulgado 33 leyes que obstaculizan el sufragio, en perjuicio de minorías tradicionalmente demócratas.
Una propuesta de ley federal detendría esos abusos, pero necesita saltarse el filibusterismo y, para ello, tampoco cuenta con Manchin y Sinema. Y sigue la amarga lista de conflictos sin respuesta. En julio, casi 200.000 migrantes se hacinaban en la frontera con México. Las promesas de ciudadanía para los «dreamers» no se concretan. Los escenarios de Irán, Afganistán y China agravan el liderazgo de Biden en el frente interno.
Esos son los perfiles que se van contorneando frente a las temibles elecciones de medio período, en el 2022. Y no hay tiempo ante un electorado cansado y decepcionado. Asoma el espectro de una pérdida de mayoría demócrata en el Senado y un amenazante retroceso en la Cámara de Representantes. Si con mayoría ajustada Biden no logra hacer avanzar su agenda, con minoría se catapulta su mandato a la insignificancia y se abren las puertas de un averno conocido, con copetín incluido.
En ausencia de desempeño que se traduzca en mejoras palpables, tres tendencias estructurales coartan aún más una victoria demócrata en el Senado. Primero, el propio diseño electoral favorece lo rural sobre lo urbano, y neutraliza la ventaja numérica de los demócratas, tradicionalmente fuertes en las ciudades. Eso se agravó entre 1889 y 1890, cuando se crearon seis estados más, predominantemente rurales y republicanos: Dakota del Norte, Dakota del Sur, Montana, Washington, Idaho y Wyoming.
Piénsese que en el 2018, con masiva furia anti-Trump, los demócratas obtuvieron 18 millones más de votos y, si bien recuperaron la Cámara de Representantes, perdieron dos escaños en el Senado.
En segundo lugar, crece la polarización a partir del nivel educativo. Los demócratas tienen ventaja entre la población con estudios universitarios, los republicanos se fortalecen entre los que no tienen educación superior. Incluso entre negros y latinos, la pérdida demócrata se acentúa entre votantes no universitarios.
Esta tendencia juega doblemente contra los demócratas, ya que los sectores más educados se concentran en ciudades y consolidan, así, el dominio republicano en el campo. Además, los que poseen educación superior son ya segmento minoritario.
El tercer problema es la nacionalización de la política local. Cada vez se divide menos el voto. En el 2008, el 29 % quebró el voto entre presidencia y Senado. En el 2020, el 5 %.
Drutman («FiveThirtyEight», 27/9/2021) dice que, entre 1960 y 1990, el 50 % de los senadores representaban a un estado donde había ganado la presidencia otro partido. Hoy, son seis. Por eso, el desempeño nacional de Biden es decisivo. Candidatos locales difícilmente contrarrestarán eso.
A lo anterior se suma la burbuja de resonancia demócrata. Necesitan ganar el voto republicano que no tienen y hablan con el lenguaje de los votantes demócratas que ya tienen. Es la insensatez de predicar a conversos. Ni son, ni entienden, ni saben lo que quiere el votante que necesitan conquistar. Hillary mostró ese alarde petulante al llamarlos «deplorables». Eso se paga.
Trump lo sabe. Es su capacidad de vincularse con esa masa de electores lo que determina su fuerza en el partido republicano, no su copetín. Tendencias estructurales, unidas a bajo rendimiento y poca empatía con el votante republicano, deja la mesa servida para una derrota demócrata en el 2022 y a Trump en el 2024. Esa catástrofe en ciernes es la mayor preocupación de Estados Unidos y del mundo.
La autora es catedrática de la UNED.