Cuando se ha visto mucha agua correr bajo el puente, participando en el acontecer político así fuera de manera modesta, experimentando, sobre todo en los años de iniciación, el entusiasmo de la victoria y la mortificación de la derrota a sabiendas de que una sucedería a la otra por obra de la regularidad del comportamiento político entendido como normalidad, es comprensible que esta última se eche de menos y se aspire a recuperarla.
Pero luego a uno lo descorazona la certeza de que lo que fue ya no será más; o puede ser que, en cambio, uno persevere, iluso, en la esperanza de que lo pasado reverdezca, que todo pueda hacerse de nuevo, mejor que antes, de modo que reviva el prestigio y en consecuencia se recupere el poder.
Mientras los viejos partidos tuvieron poder, rutilaron, tuvieron prestigio; cuando perdieron poder, perdieron prestigio. El poder, como decía Hannah Arendt, tiene una cierta función y es de utilidad general. A esto llamo prestigio, a la percepción positiva de la función y utilidad del poder. Por eso, es patético ver a los partidarios nadando a contracorriente, intentando recobrar el prestigio para recuperar el poder.
Cuando se disipa el poder, ya no se recupera. Cuando los partidos pierden importancia, pierden poder, se convierten en chivos expiatorios del malestar general, en excusa para su suplantación por otros actores recién llegados. Poco o casi nada pueden hacer aquellos partidos, derrotados por la historia, para revertir la situación.
Además, desprovistos de poder, nada pueden hacer para recobrar el antiguo prestigio que es consecuencia de su ejercicio. De modo que, en ausencia del poder que antes tuvieron, los partidos, ahora carentes de prestigio, pasan al retiro, a la intrascendencia, a una existencia marginal y a la extinción. La dinámica más o menos acelerada de este proceso dependerá de la dinámica mayor o menor de configuración de los nuevos actores políticos dotados de poder y del consiguiente prestigio, siempre ambivalente, que produce.
Esta es la fatalidad de la política. En el proceso, un problema acuciante es cómo van a comportarse el viejo sistema institucional, sus consabidos hábitos y, en general, la estructura jurídica en la que reposa el sistema de partidos, frente a los nuevos actores del poder: qué fundamentos se van a conservar y qué dirección tomará esta nueva realidad a cuyas puertas estamos.
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Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.