Recientemente, el periódico La Nación publicó un reportaje que evidencia las dificultades de las personas de entre 15 y 24 años de edad para encontrar trabajo. Estos jóvenes arrastran 12 años de alto desempleo y representan la mayor porción de los desocupados en el país, una tercera parte, cerca de 92.000 sin trabajo, un 28,82 %, es decir, 17 puntos más que la tasa de desempleo total del último trimestre, calculada en un 11,78 %.
Otro dato revelador que no puedo dejar de mencionar es que la mayoría de los desempleados solo acudió al colegio, aunque con secundaria incompleta y representan el 33 % del desempleo juvenil.
Aunque no lo parezca y pocas personas los relacionen, estos datos tienen una estrecha vinculación con la inseguridad ciudadana, el delito y la violencia, reflejados recientemente en el aumento de los índices de criminalidad, especialmente los homicidios.
Los jóvenes son las principales víctimas de los homicidios dolosos y también los victimarios. El fenómeno de la violencia y el delito en general, y particularmente en el que están involucrados los jóvenes, es complejo y amplio, y no depende de una sola causa.
Estas conductas delictivas no suceden en el vacío; son el resultado de la combinación de factores sociales, económicos, personales y familiares. Es más bien una manifestación de hechos sociales que requiere estudio y conocimiento, más allá de explicaciones simplistas, reduccionistas o falaces, como lo es atribuirlo a que la responsabilidad es de los jueces, que simplemente los dejan libres o que es una crisis creada por los medios de comunicación. No se trata de un asunto de “ladrones y policías”, de buenos y malos, de integrados y antisociales.
La violencia en sus diferentes manifestaciones, el delito es una de ellas y desde luego el más grave son los homicidios ya que atenta contra el valor más trascendental, la vida humana, afecta a todos los ámbitos de la sociedad.
Nadie quiere vivir, estudiar, trabajar o invertir en una sociedad violenta e insegura. El problema es tan amplio y complejo que se dificultan las respuestas coherentes e integrales y que convenzan no solo a los políticos o a quienes toman las decisiones en una sociedad, sino también, sobre todo, a la población en general, que se siente, con razón, frustrada de conocer todos los días hechos violentos y nuevos homicidios.
Aunque todos queremos vivir con mayor seguridad, menos delitos y menos violencia, dar una respuesta a este fenómeno no es fácil, por el contrario, es sumamente complejo y, quizás, uno de los desafíos más grandes que tenemos actualmente.
Sin embargo, siguiendo el acervo del Sistema de las Naciones Unidas, producto del trabajo de expertos altamente calificados, quienes durante décadas han estudiado los fenómenos del delito y la violencia, que no son exclusivos de Costa Rica y que actualmente también padecen países de la región como México, Argentina y Ecuador, donde se ha producido un significativo aumento de la criminalidad, especialmente de los homicidios, lo recomendable es responder de una manera integral, a escala nacional y con una política de Estado, en tres ámbitos: la prevención, la intervención y la reinserción social.
Prevención
En la prevención, que debería ser siempre la primera respuesta a la violencia, es donde se dan grandes dificultades y complejidades. No obstante, existen evidencias y buenas prácticas internacionales que demuestran que la violencia y el delito se pueden reducir, dentro del marco del Estado de derecho, sin sacrificar las libertades y garantías judiciales.
Para la elaboración de la política de prevención debe partirse de una premisa fundamental: el delito es una manifestación de la violencia social y, como tal, la respuesta debe ser integral y fundada en el desarrollo social con un enfoque de riesgos.
Los contenidos mínimos de la política de prevención deberían fijar metas a corto, mediano y largo plazo, que apunten a la disminución del delito, la reinserción social y la protección de las víctimas.
La política de prevención debe estar focalizada en la inclusión social, sobre todo, en la garantía efectiva de servicios públicos, como lo son la salud y la educación, con programas sociales especialmente dirigidos a mujeres, niños y adolescente.
El mejoramiento de las condiciones sociales siempre es la mejor estrategia preventiva. Lamentablemente, Costa Rica se encuentra dentro de la lista de países con mayor desigualdad social en el mundo, junto con, por ejemplo, Sudáfrica, Honduras y Haití, y no por casualidad precisamente estos últimos países tienen elevados índices de violencia y homicidios.
El cumplimiento de los objetivos de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas es una excelente guía para la elaboración de la política de prevención del delito y la violencia.
Intervención
La intervención también resulta fundamental, e involucra dos importantes niveles: el institucional y el normativo. Afortunadamente, nuestro país cuenta con una institucionalidad fuerte, como el Poder Judicial, el Ministerio Público y los Ministerios de Justicia y Seguridad Pública, pero que requiere no solo recursos, sino también una visión común del problema de la criminalidad y una respuesta coordinada para que resulte eficaz.
En este nivel es imprescindible el involucramiento de organizaciones privadas y especialmente de las comunidades. El problema no es del Estado, es de toda la sociedad. Cuanto mayor sea la participación en esta política pública, serán más los resultados positivos.
El otro nivel es el normativo, y donde con mayor frecuencia se reacciona de la manera más rápida, proponiendo nuevas leyes o reformas legales que en muchas ocasiones son una respuesta circunstancial y populista. Ejemplo de lo anterior lo tenemos en la reforma al Código Penal de 1994, cuando se aumentó el límite máximo de la pena de prisión a 50 años.
En aquel entonces, teníamos una tasa de homicidios dolosos de 4,3 por 100.000 habitantes, lo que ha ido en aumento desde esa fecha hasta llegar a los índices récord del año pasado, que alcanzaron una tasa de 12,6 homicidios por cada 100.000 habitantes, y con un pronóstico para este año de un incremento considerable.
El aumento de la pena de prisión también ha generado grandes cantidades de personas presas, con cárceles sobreocupadas y hacinamiento. Lo anterior demuestra lo que la criminología ya había adelantado, que no existe una correlación entre penas severas, grandes cantidades de presos y una disminución del delito y la violencia. La intervención penal excesiva no es la solución, al contrario, promueve la violencia y el delito.
Reinserción social
El otro nivel fundamental lo encontramos en la elaboración de políticas de reinserción social. La pena de prisión se aplica en un Estado de derecho con una finalidad resocializadora. Para eso, resulta indispensable la elaboración de planes y programas penitenciarios en el que participen no solamente los condenados, sino especialmente sus familias y, en general, toda la comunidad.
Se requiere de un verdadero compromiso para con las personas condenadas y brindarles nuevas oportunidades, dependiendo de las circunstancias personales de cada una y el tipo de delito cometido, para que puedan incorporarse a la sociedad y llevar una vida futura sin delitos.
La realidad de nuestro país es altamente compleja. Para la elaboración de una política criminal enfocada en la prevención, con una intervención penal moderada y posibilidades de reinserción social y familiar se requiere, en especial, estudios, conocimientos e investigación empírica.
El problema de la violencia y el delito no se va a solucionar con penas más severas, con reducción de garantías judiciales o juzgando a los menores de edad como si fueran adultos. El país, pero especialmente los tomadores de decisiones, deben considerar prioritariamente lo anterior para dar una nueva respuesta integral y no esperar resultados distintos si respondemos de igual forma, como en el pasado.
El autor es abogado.